En los países viejos, como el nuestro, la hipocresía tiene muchísimos atuendos. Su esencia consiste en no decir la verdad porque se temen los resultados de hacerlo; en ocasiones el mal se agrava, porque, a base de no decir la verdad, se puede llegar a creer que no hay verdad que decir, y ese es el momento en el que se puede llegar a pensar cosas tales como que “la tierra no es de nadie sino del viento” en lugares supuestamente serios. La política no se lleva mal con la hipocresía, pero las crisis, especialmente las muy graves y hondas, no se pueden disimular con bellas razones, que diría Don Quijote. Zapatero, y con él, el PSOE en una pieza, han caído en la cárcel de este juego de la oca que es la política, sobre todo por haber producido, tanto en la economía como en el consenso constitucional, un exceso irrespirable de eufemismos, de medias verdades, de falsas promesas, mientras el país se precipitaba hacia el desastre, a una catástrofe que todavía no ha llegado del todo, y cuyas consecuencias más dramáticas y duraderas esperamos se puedan evitar.
Ante un panorama como éste, más que hablar de hipocresía, habría que hablar de falta de sesera, de insania, de modo que necesitamos una temporada larga de sensatez, de cordura y de hablar de las cosas de la manera más clara que podamos si es que de verdad queremos evitar la debacle.
Dice muy sabiamente el refranero que a perro flaco todo se le vuelven pulgas, y en medio de tanto disparate han vuelto a florecer los casos de corrupción y, a modo de propina, el esperpéntico episodio del señor Urdangarín. Ante este tipo de dolencias, la farmacopea ordinaria recomienda extremar las dosis habituales de hipocresía, y no deja de ser todo un espectáculo la comparación de cuanto se dice en confianza con la pudibundez de las declaraciones de oficio, pero, del mismo modo que la hipocresía económica ha estado a punto de acabar con nosotros, la hipocresía cortesana puede acabar no ya con la Monarquía, sino con el Estado mismo. Pretender que el ciudadano de a píe llegue a creer que al señor Duque de Palma se le adjudicaban contratos en razón de su eficacísimo buen hacer y con el más profundo olvido de sus credenciales familiares es tarea de titanes, un esfuerzo inútil, y esa es la primera hipocresía de este turbio asunto que hay que sacar a la luz, las razones por las que diversos administradores públicos pagaban acciones que nunca se iban a realizar en los términos de un contrato normal. La segunda hipocresía es la de pretender reducir sus andanzas a un arcano del que nadie sabía nada en Palacio, como se decía en tiempos normales. La consecuencia es absolutamente evidente, no solo hay que liquidar judicialmente este asunto sino que hay que plantear de manera decidida el estatuto de la real familia y decidir de una vez por todas lo que puede y no puede hacerse al amparo de un título tan decisivo en nuestra historia.
Como en la economía, se trata de no hacer la figura que proverbialmente, y a buen seguro de manera injusta, se atribuye a los gallegos, el arte de mirar para otro lado y hablar del tiempo. La historia ha querido que se nos amontonen los problemas en los inicios de la segunda década del siglo nuevo, y ya deberíamos saber que no sirven de nada los tratamientos meramente retóricos, la elusividad verbal. Tenemos un problema en el entorno de la Zarzuela y no es sensato negarle virulencia, a ver si unos nuevos y piadosos brotes verdesse lo llevan por delante.
La sensatez no es nunca sinónimo de disimulo, de fingimiento o de diversas fantasías más o menos mágicas. Hay ocasiones en que lo único sensato es coger el toro por los cuernos, y esta es una de ellas. Nada de eso está reñido con la calma, con la prudencia, o con la seriedad. Los primeros pasos de Rajoy en esta nueva legislatura han sido alentadores. Rajoy presume de ser hombre previsible, y a fe que sus propuestas han dado cuenta a la vez de su buen juicio y de su discreción. El parlamento va a ser una casa de tormentas con minorías bulliciosas y que no tienen mucho que perder, que están dispuestos a la guerra de artificio, como se ha visto con toda nitidez en los primeros pasos de la legislatura: pues bien, la elección de Jesús Posada, un hombre serio, moderado, discreto y ajeno a todo protagonismo, una especie de contrafigura del estridente y vocinglero Bono, ha sido un acierto pleno.
No es verdad que este país sea ingobernable, al revés, ha dado muestras en exceso sobradas de paciencia y mansedumbre, pero no hay que provocar la cólera del español sentado de la que ya hablara Lope de Vega. Hace falta cordura y buen gobierno, afrontar los problemas con seriedad y sin dilación, con la certeza de que es del mayor interés común arreglar lo que está mal pero ha estado muy bien, sin ademanes de energúmeno, pero sin eufemismos, con la energía del buen médico que sabe que hay cosas que se han de atajar porque la salud vale más que los malos ratos.