Hace muchos años, Ortega advirtió sobre el cúmulo de mentiras que rodeaban a la educación. La situación no ha variado: la mezcla de retórica y de intereses que se produce en torno a cualquier cuestión educativa es muy espesa, e impide que se reconozcan deficiencias básicas de nuestro sistema. Ahora, a diferencia de hace unas décadas, disponemos de indicadores que muestran que su marcha no es precisamente esplendorosa; pese a ello, la opinión pública no se ha hecho cargo todavía del significado de esos índices, de la evidencia de que, por ejemplo, no existe correlación entre incremento del gasto y mejora de la calidad. Los españoles siguen pensando que la educación funciona como un instrumento de igualación social, sin darse cuenta de que ya no es así, y de que hace falta plantearse otras metas.
Es bastante absurdo, por ejemplo, que tengamos más de medio centenar de universidades mientras que, para citar solamente los últimos diez años, la mejor de las universidades españolas ha descendido cerca de cien puestos en los ranking internacionales de calidad, no porque las españolas hayan empeorado, sino porque están varadas, mientras que las demás se esfuerzan por escalar posiciones en el panorama internacional que es el que cuenta. Muchos se consuelan afirmando que esos ranking están mal hechos, y es verdad que no son perfectos, pero es indiscutible que indican, al menos dos cosas, que nuestras universidades no son competitivas, y que, salvo excepciones, que las hay, no promueven la excelencia.
Es muy significativo que haya habido un cierto debate sobre el llamado proceso de Bolonia, sin advertir que todo lo que gira en torno a las titulaciones oficiales es perfectamente inane, y que el único significado realmente interesante de la autonomía universitaria debería ser que las universidades pudieran, como ocurre en el mundo anglosajón, dar títulos con libertad, seguras de que la sociedad sabría valorarlos. Cuando un título vale por su marchamo oficial, y no por el prestigio de quien lo otorga, la competencia es un imposible.
Uno de los peores males que afecta al conjunto de la educación es su politización, lo que hace recaer sobre el funcionamiento de la enseñanza una espesa capa de burocracia perfectamente inútil y que se pretende justificar aludiendo a la necesidad de controlar. La idea de que quienes se dedican a la enseñanza han de ser controlados por castas funcionariales de mayor rango es de las cosas más tontas que afectan a la imagen pública de la educación, y carece de paralelo en cualquier otro sector. Así se ha extendido el tópico de que los profesores trabajan poco, lo que da pábulo al error de mayor bulto de cuantos afectan a la educación, la idea de que todo consista en horas de clase, en largos planes de estudios, en echarle mucho tiempo para simular que se ha hecho algo realmente difícil. Asistir a clase se convierte así en la única actividad significativa, y con ello se olvida lo esencial, que el alumno, de cualquier nivel, tiene que estudiar y que el profesor, de cualquier nivel, tiene que ocuparse de que el alumno aprenda, y no meramente en darle clases. Controlar las horas de clase se ha convertido en un trasunto de la educación misma, y, como toda idea desquiciada, ha conducido a innumerables absurdos y disparates, además de contribuir a que se hayan acrecentado las técnicas de simulación con las que los centros educativos engañan a sus controladores haciéndoles creer que realizan una actividad que, en muchas ocasiones, es meramente nominal. Es casi indescriptible, por ejemplo, la burocratización en que se ha incurrido con el proceso de homologación de títulos y méritos a cargo de agencias pintorescas. Sin embargo, aprobar a todo el mundo y suprimir los exámenes de grado y las revalidas se han convertido en norma inexcusable, lo que explica muy bien la confianza que los centros tienen en los resultados de su trabajo.
Es muy penoso que la educación se vea sólo como un problema político, cuando nos plantea algo mucho más complejo y profundo. No nos damos cuenta de hasta qué punto estamos perdiendo oportunidades, tiempo y dinero con un sistema basado en la pura repetición y gobernado como si se tratase de un registro administrativo. Los malos hábitos en este terreno lo contaminan todo y, así, vamos cada vez peor.
Los estudiantes se olvidan de estudiar, y gastan su tiempo en asistir a clases; los profesores se olvidan de investigar, y gastan su tiempo asistiendo a clases o a reuniones sobre las clases, todo es presencial y rutinario. Afortunadamente, empieza a cobrar cuerpo la conciencia sobre lo inútil de este sistema y de las actitudes que lo nutren. Mucho tienen que cambiar las cosas para que una nueva educación se ponga en marcha, pero es una de las pocas armas con que contamos para abrirnos paso en un mundo cada vez más complejo, más exigente y menos tolerante con la mediocridad.
Misterios de los aparatos
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