El viejo Popper solía insistir en la idea de que las instituciones solas nunca son suficientes para garantizar la paz, la libertad y el bienestar, porque necesitan estar atemperadas por las tradiciones. Se trata de una lección que parece dirigida a los españoles de hoy. No necesitamos tanto de cambiar leyes, como de cambiar conductas. Probablemente nuestra peor tradición consista en establecer leyes ideales, al tiempo que perpetuamos costumbres desdichadas. Nuestro estado de derecho es impecable en los libros, pero como estamos especialmente entrenados para distinguir, hipócritamente, entre la teoría y la práctica, los resultados efectivos son muy distintos. Todo el mundo es partidario, eso sí, de que los demás respeten las leyes, pero cada cual se las arregla para establecer su privilegio, su fuero, su costumbre contraria. El astuto Romanones lo sabía muy bien, que los demás hagan las leyes, que ya me encargaré yo del reglamento.
Siempre me ha sorprendido que entre nosotros no produzca escándalo la expresión común que asegura que “esa ley no se aplica”. Casi nada de lo que ocurre depende de leyes perversas, bastan los hábitos para explicar el disparate.
Para pasmo universal, el hábito de tomarse la ley a chacota ha llegado a los jueces, cosa que debiera merecer algún premio universal, por lo menos de esos que se le dan a Garzón, que es el protomartir de la causa. No admiramos debidamente la iniciativa de esta clase de héroes y luego nos quejamos de ser una sociedad escasamente creativa.