Mentiras educativas

Cuando dicen que no se puede hablar de algo, lo normal es sospechar  que hay tongo. La izquierda ha impuesto un régimen, tontamente aceptado por la derecha, de que no se puede hablar ni de educación ni de sanidad, y así está el patio. La educación, en particular, es un terreno en el que reina impune y venerada la mayor cohorte de mentiras imaginable. Ya lo decía Ortega hace ochenta años, y la cosa no ha hecho sino empeorar.

Por ejemplo, se sigue confundiendo la educación con dar clase o ir a clase, lo que tiene especial mérito en la época en que vivimos en que hay tantos textos inmejorables al alcance de la mano. Lo de las clases sirve para construir edificios, y vender sillas y ordenadores, para contratar personal que se cuide de los edificios, y mil utilidades más, pero educar es otra cosa. Por ejemplo, tener interés en saber y poder hablar con alguien que sepa más que tú para que te oriente. ¿Cuántos universitarios españoles han ido alguna vez a hablar con un profesor para saber algo, para hacer una pregunta distinta a la de cómo va a ser el examen? Nuestra educación está presa de la mentira y la apariencia, y se parece más al pastoreo que a cualquier iniciación a la ciencia. Así pasa que tenemos casi cien universidades, y ninguna entre las mejores no ya del mundo, ni siquiera de Europa,  que, para nuestra desgracia, no es precisamente un gran ejemplo en este campo, aunque la censura al respecto no sea tan eficaz como entre nosotros.
Hay que hablar de Educación, y urge hacerlo, sobre todo si hay que aplicar recortes, como parece el caso. Lo que no puede suceder es que, con motivo de la escasez, se ponga en la calle a profesores buenos y trabajadores, mientras otros siguen calentando el sillón y haciendo lo mismo de siempre, es decir nada. Para recortar bien hay que tener criterio y valor, pero ni una ni otra cosa abundan, y la mejor manera de disimular  es decir que algo es intocable.