La idea de que la corrupción se deba a las necesidades de financiación de los partidos es una tontada. La corrupción se debe a la condición humana, a la pura ambición, y, políticamente, a que es extremadamente fácil conseguir grandes sumas de dinero engordando los presupuestos de las inversiones públicas para que los adjudicatarios puedan destinar parte de sus beneficios a engrasar las maquinarias que los otorgan. Quienes tengan ese poder de otorgar siempre serán unos pocos, y raramente coincidirán con los que mandan en el partido, que no tienen poder directo sobre el presupuesto y sus adjudicaciones. Lo que sí ocurre es que pedir ese dinero en nombre «del partido» es más elegante que pedirlo por las bravas, y hasta puede ser que muchos donantes crean que han ayudado a la causa noble de su preferencia, eso sí, tras estar seguros de haber garantizado su interés personal. En la mayoría de los casos, sin embargo, ese dinero habrá a ido a parar a muy pocos bolsillos, a dos o tres a lo sumo, siendo muy ilusa la creencia de que pueda emplearse en pagar sobresueldos a mindundis que bastante tienen con creerse importantes.
Que los partidos pacten medidas contra la corrupción es tan inútil como que pacten medidas contra el virus del SIDA. Lo que hay que hacer, lo mismo que contra el virus, es indirecto: más investigación, más trasparencia, más competitividad interna. La verdadera corrupción de los partidos es su ruda negativa a cualquier forma de democracia interna, y eso es lo que, a la larga, facilita que algunos de la cúspide pidan dinero para ellos, eso sí, en nombre de todos.