Siempre me pareció extraño el aire de reproche que muchos reservan para la Navidad. Hay que reconocer que han tenido éxito y que, de seguir las cosas así, la Navidad popular que conocimos tenderá a desaparecer por completo, hablo de España. Ya hay gente que te celebra el solsticio de invierno, podían, al menos, escoger el de primavera, con la culta disculpa de que la Navidad ocupó una previa fiesta pagana. Se trata, pues, de un caso de pura y simple descristianización, no ya teológica o moral, sino cultural. Soy de los que creen que nada ganamos con eso, y no por razones teológicas o morales, que me reservo, sino por simple deseo de comprender. La Navidad celebra un nacimiento y con ello la esperanza, la renovación, el sentido de la vida que siempre va más allá de sí misma, y por eso la Navidad es optimista, y es ese optimismo el que perece frente al pesimismo ceñudo de los que quieren pasarse de listos y dan en sabelotodos, en el ridículo.
La Navidad es un ejemplo perfecto de cómo la fe se une con la conciencia humana, de cómo la esperanza se alía con cierto optimismo vital, de como la caridad se acerca al cariño. Tanto su sentido sobrenatural como su urdimbre humana se están resquebrajando, porque nuestra razón se ha hecho puramente contable, nuestro optimismo se ha convertido en egoísmo, y nuestra capacidad de amar se ha cerrado en un círculo cada vez más selecto y excluyente.
Necesitamos recuperar el sentido de la Navidad para tener esperanza, optimismo y capacidad de superar los estrechos límites de nuestra visión inmediata de las cosas. Eso es ya un don sobre el que se apoyan dones más altos, y parece que no sabemos retenerlo y cultivarlo, pero el verdadero milagro de la fe es que siempre estamos a tiempo de hacerlo. Que el Dios Niño se siga apiadando de nosotros, como lo hizo al nacer.
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