La democracia interna en los partidos es, entre nosotros, un mandato constitucional y, también, una práctica completamente inexistente. Curiosamente, la ausencia de democracia interna no produce los efectos que serían lógicos, más que aparentemente. Las tensiones, los enfrentamientos, las divergencias no aparecen, pero están agazapadas y actúan, cómo no. La democracia es un sistema para unir esas diferencias y trenzarlas, y cuando no se usa, las diferencias crecen, se hacen ásperas, se personalizan y consumen todas las energías de los políticos que acaban perdiendo completamente la relación con su misión fundamental, representar a otros, para dedicarse exclusivamente a defender lo suyo.
¿Se puede hacer un partido distinto? No sin intentarlo, pero debe ser posible aquí lo que ocurre con relativa naturalidad en otras partes del mundo, que los partidos sean útiles de los ciudadanos a los que representan y no pequeñas cohortes semimafiosas dedicadas al provecho propio, con olvido de todo lo demás. La verdadera rareza española está no en que no haya democracia interna en los partidos, sino en que los electores sigan siendo fieles a esa caricatura de la democracia, algo que deberá cambiar aunque la mera idea de que así suceda producirá sonrisas cínicas en muchos profesionales que se ocupan únicamente de que ocurra lo contrario.