Democracia o, en su lugar, guerra civil en los partidos

La democracia interna en los partidos es, entre nosotros, un mandato constitucional y, también, una práctica completamente inexistente. Curiosamente, la ausencia de democracia interna no produce los efectos que serían lógicos, más que aparentemente. Las tensiones, los enfrentamientos, las divergencias no aparecen, pero están agazapadas y actúan, cómo no. La democracia es un sistema para unir esas diferencias y trenzarlas,  y cuando no se usa, las diferencias crecen, se hacen ásperas, se personalizan y consumen todas las energías de los políticos que acaban perdiendo completamente la relación con su misión fundamental, representar a otros, para dedicarse exclusivamente a defender lo suyo.
¿Se puede hacer un partido distinto? No sin intentarlo, pero debe ser posible aquí lo que ocurre con relativa naturalidad en otras partes del mundo, que los partidos sean útiles de los ciudadanos a los que representan y no pequeñas cohortes semimafiosas dedicadas al provecho propio, con olvido de todo lo demás. La verdadera rareza española está no en que no haya democracia interna en los partidos, sino en que los electores sigan siendo fieles a esa caricatura de la democracia, algo que deberá cambiar aunque la mera idea de que así suceda producirá sonrisas cínicas en muchos profesionales que se ocupan únicamente de que ocurra lo contrario. 

Urgente cambio de los partidos


Los españoles estamos muy cansados de cómo funciona la política y abrigamos serias dudas sobre que el sistema admita reforma. Pues bien, la tiene y no es demasiado complicada.  Lo que ha ocurrido es que, hasta ahora, no se había reparado suficientemente en la necesidad de que exista una garantía legal que asegure que los partidos puedan cumplir correctamente su misión. Como no existe esa garantía, no cumplen bien su papel, así de simple. Los partidos han acabado por convertirse en organizaciones extrañamente ajenas a la sociedad a la que se supone representan, y  en las que se implanta una moral sectaria que los vuelve muy vulnerables a la corrupción. Hay que acabar con esta deriva haciendo que los partidos practiquen la democracia interna. Lo ideal habría sido que no fuese preciso promulgar tal ley, como no debiera ser necesaria una ley que nos obligue a ser limpios o decentes, pero visto lo visto resulta imprescindible.
La ley debe obligar a los partidos a celebrar congresos con periodicidad máxima bienal, a que los delegados o compromisarios en dichos congresos sean elegidos por votación secreta entre los militantes del partido, y a que los candidatos a cargos electos sean votados con participación directa de todos los militantes en condiciones de igualdad y con garantías de limpieza, cosa que ahora no sucede en absoluto. Al no cumplir su función los partidos degeneran en una mezcla de empresas, en el mejor de los casos, y de mafias, en el más corriente, y se convierten en organizaciones perfectamente capaces de anteponer sus más indefendibles intereses al interés general. Hay que acabar con esto haciendo posible que la política democrática sea un auténtico servicio a los ciudadanos y limpiando y haciendo transparente el funcionamiento de los partidos y, con ello, de las administraciones públicas.
Los partidos políticos deben someterse a minuciosas auditorias  externas e independientes. El único sistema capaz de garantizar la funcionalidad representativa de los partidos políticos es la democracia interna, un mandato constitucional muy específico que hará posible la transparencia, la libertad política y la limpia competencia por el honor de representar y gobernar a los españoles.  Es preciso evitar que los sistemas internos de elección puedan ser  controlados y falseados por los que resultan ser supuestamente elegidos, y que las listas electorales sean confeccionadas bajo criterios de docilidad y afinidad política, con independencia de los méritos, experiencia y representatividad de los candidatos.
Hace falta regular con eficacia y transparencia la financiación de los partidos. El supuesto control del Tribunal de Cuentas es un sarcasmo, de manera que hay que conseguir que las cuentas puedan ser controladas por cualquier militante e incluso por cualquier ciudadano, la única manera de acabar con la corrupción política que nos abruma. Se trata de regular con cierta precisión los derechos de los militantes y las formas de tutela de los procesos electorales internos y de los conflictos que, en su caso, se puedan suscitar. Hasta ahora los partidos son un territorio sin ley, deben dejar de serlo.
Una de las mejores noticias de los últimos días es que el PSOE se ha mostrado partidario de promover una reforma de este tipo: si se atreviere a llevarla efectivamente al Parlamento, no habrá nadie que pueda ponerle un pero, porque los españoles nos hemos dado cuenta de cuál es la úlcera por la que la democracia se desangra, el agujero sin fondo de unos partidos sin ley ni control, unas organizaciones en las que abundan las actividades cuasi delictivas al amparo del prestigio que todavía conserva la democracia, un valor social que está empezando a peligrar por la ineficiencia, el cinismo y los abusos de los partidos.

Lo malo y lo bueno

Es casi una vulgaridad insistir en la pésima acogida que ha tenido el plan del Gobierno, especialmente entre sus más próximos. Es una evidencia que Rajoy no sabe dar con la tecla y que, en una democracia de verdad, el grupo parlamentario y/o el partido le estarían presionando para que cambiase de gobierno y de política. Pero esto no es Inglaterra, no señor.
Lo bueno es que el PSOE parece decidido a legislar obligando a los partidos a ser más abiertos, a respetar un cierto nivel de democracia interna: rectificar es de sabios, y  por algo se empieza.