El proceso en el que se ha visto implicado Iñaki Urdangarin está mostrando aspectos muy poco recomendables en la conducta del yerno del Rey, y esa circunstancia familiar tan especial, que ha provocado una serie de alarmas, puede servir para ocultar un buen rimero de circunstancias que no son menos descorazonadoras que la presunta ambición y la falta de escrúpulos del antiguo deportista. Para empezar, no es del todo desdeñable que el caso haya saltado a la opinión como pantalla de otros asuntos, aunque esto sería lo de menos, porque no por eso la peripecia del marido de la infanta Cristina resultaría menos escandalosa. Hay que fijarse muy bien en el contexto político que lo envuelve para valorar adecuadamente la importancia de este episodio tan poco edificante, y, sobre todo, para extraer conclusiones y enseñanzas que puedan permitirnos mejorar nuestra ética pública, que sean capaces de generar una nueva atmósfera de confianza en torno, no solo a la Casa Real, sino a los políticos y empresarios que se han visto envueltos en las andanzas que retrata el sumario.
Parece evidente que la responsabilidad de cuanto ha ocurrido recaerá, principal, pero no únicamente, en la persona de Iñaki Urdangarín, como es de esperar que establezca la Justicia. Si este personaje ha podido cometer las fechorías que se le atribuyen, sin embargo, no se debe a ninguna rara habilidad suya, sino al clima de ficción y a la prodigalidad en el manejo de los fondos públicos que explican que España se encuentre en la desastrosa situación económica en la que nos hallamos. Con Urdangarín han colaborado de manera entusiástica una serie de políticos que estaban jugando a hacer magia con la imagen, mientras no hacían otra cosa que acrecentar el agujero de las cuentas públicas, creyendo que gastaban pólvora del rey, una metáfora especialmente aplicable al caso, cuando lo que estaban haciendo era fabricar las condiciones que acabarían por obligar a subir los impuestos a un gobierno ideológicamente opuesto a ello. Sin un gasto irresponsable, y sin un cultivo paleto y demagógico de las operaciones de imagen, de los fastos y los eventos, nada de lo que ha hecho Urdangarín hubiera sido posible. Su proceso es, por tanto, también el proceso a una forma irresponsable y cateta de ejercer los poderes públicos, el gasto desmedido, la demagogia populista disfrazada de mecenazgo, la boba creencia de que una imagen bien trabajada pueda acabar modificando la realidad que en verdad cuenta. Se acabó la fiesta y ahora hay que pagar. ¿Sabremos sacar las enseñanzas que razonablemente nos ofrece este episodio en el que la vieja picardía se ha puesto al servido de la hodierna adoración de lo banal? Por supuesto que habrá habido casos de personas valientes y decentes que han parado los píes al atrevido, pero no se puede exigir a todo el mundo el grado de virtud y de heroicidad como para decir que no a la sugerencia de quien parecía hablar en nombre de lo más alto.
En resumidas cuentas, hay dos cosas que se deberían evitar en relación con este escándalo, la primera convertir a Urdangarín en un chivo expiatorio de delitos de los que no es, ni muchísimo menos, el único culpable, o, lo que aún sería peor, encontrar en algún subalterno el monigote sobre el que descargar las iras que ha provocado el yerno real. La segunda cosa que habría que evitar, y ahí la responsabilidad del nuevo gobierno es bastante grande, es dejar pasar el caso sin tomar las medidas para que no pueda volver a ocurrir nada similar, para que se clarifiquen de la manera más nítida los límites y los controles en el gasto de las administraciones públicas en esta clase de operaciones de imagen, pero también para que quede claro cuál es el papel de los miembros de la familia del Rey y del propio Rey en esta suerte de actividades de patrocinio, promoción, mecenazgo y apoyo a los negocios españoles, a las que supuestamente se dedicaba Urdangarín, que, ejercidas con el debido control, y con plena transparencia, pueden resultar beneficiosas para España y para todos los españoles. Hay que clarificar, por tanto, las reglas a las que deben sujetarse las actividades del Rey y de los suyos, evitando esa zona de sombra en la que han sido posibles los disparates de Urdangarín, insuficientemente advertido de lo que le era lícito y lo que no, y acogido con entusiasmo vergonzoso por políticos que no han dudado en aumentar la deuda y el desprestigio del país a costa de unas fantasmagóricas operaciones de relaciones públicas. Es muy satisfactorio que el Rey haya recordado que la Justicia se ha de aplicar a todo el mundo, pero para poder sacar algún beneficio de este esperpento, y evitar que pueda repetirse en el futuro, hace falta que se establezcan con claridad cuáles son las normas que se le deben aplicar a él y a los de su Casa. El dominio de los demonios