Andrés Trapiello publica, desde hace ya bastantes años, un volumen anual con una especie de memorias. Soy devoto de esta lectura casi interminable. Trapiello es uno de los más expertos bibliófilos y tipógrafos que existen, además de novelista y escritor profesional. Esta mañana del recién estrenado enero estaba leyendo Los hemisferios de Magdeburgo uno de los volúmenes, me parece que el que corresponde a 1995, de su Salón de los pasos perdidos y me detuve ante su recuerdo de una mañana parisina en el Mercado Brassens, una de esas librerías de viejo, o de no tan viejo, instaladas en un antiguo mercado. En ese momento he tenido la vivida impresión de que los que creemos en las inmensas posibilidades y en los enormes avances que en todos los terrenos traerá consigo la digitalización estamos inermes ante el tipo de retórica con la que se envuelve el trato con los libros de papel, con los libros. Creo que uno de los elementos cruciales de esa retórica tiene que ver con el aura de misterio y, por tanto, de descubrimiento, con el que se describe la relación con las inmensidades de libros tanto si están ordenados, en una biblioteca, como si están en el patético desorden de un viejo almacén. En esa retórica hay alusiones al desvelamiento, a la sabiduría, a la transgresión, a la intimidad con lo inverosímil, lo ignoto o lo sobrenatural. Nada que ver con el entusiasmo naif con el que se adornan las ventajas para la información que nos entrega el universo digital.
El papel se reserva a unos pocos, mientras que la red está abierta a todos: es como comparar una aristócrata rusa con una camarera del mid-west: no hay color. Y, sin embargo,… los que creemos en que la digitalización va a hacer posible algo infinitamente mejor deberíamos hacernos conscientes de que necesitamos que alguien empiece a trabajar en el glamour digital porque, de lo contrario, corremos el riesgo de abandonar este campo a tipos tan raros como los nerds, o a gentes aún peores. Siempre ha pasado algo parecido con la ciencia y con la tecnología, que han tenido, generalmente, una mala imagen poética, tal vez con la excepción de los futuristas y de la SF, muy en decadencia, me temo. Es difícil luchar contra el prejuicio que otorga a lo antiguo (lo único muerto que huele bien, según la acertada expresión de Connolly) un plus de interés y de prestigio. Yo mismo que soy un amante entusiasta de los trenes prefiero, casi sin dame cuenta, la locomotora de vapor a esos veloces tranvías repletos de electrónica y un poco impersonales. Tenemos necesidad de poetas que descubran que la lectura digital tiene, para empezar, los mismos atractivos que el hojeo, además de otros muchos, de manera que pudiéramos decir, como Trapiello, “la felicidad, si existe en esta tierra, debe parecerse mucho a esto”.
[publicado en otro blog]