Estoy releyendo por enésima vez los discursos de Ortega en las cortes constituyentes de la II República. Veo que subrayo cosas que en otros momentos no había subrayado, aunque no dejo de admirarme de las mismas que años atrás. Llama la atención la claridad de ideas del filósofo, y lo poco que se le ha escuchado, por la izquierda y por su derecha, que tanto da.
Me ha llamado ahora mismo la atención un pasaje en que Ortega se afirma como transeúnte de la política, como alguien que no solo no quiere gobernar sino que lo que quiere específicamente es no tener que gobernar, como cuando alguien pide que las cosas se hagan bien, para poderse dedicar a lo que prefiere. Me he sentido muy identificado con ese sentimiento, el de no querer gobernar pero tener que estar pendiente de que otros lo hagan bien, y desear poder dejar de hacerlo. Esto me recuerda a un viejo amigo que decía que debían mandar los que no quisiesen hacerlo, pero, bromas aparte, uno de los problemas de la democracia española es que apenas hay transeúntes, gente que esté atenta pero no quiera el timón, mientras que sobreabundan los que quieren el timón, aunque no sepan ni a dónde hay que ir.
Ahora el barco ha perdido el norte, la nación está en el aire, los partidos sin fuelle y desprestigiados, y son más necesarios que nunca los transeúntes, precisamente porque puede que se tenga que tomar decisiones que nunca tomarían los que no piensan más que en el timón, aunque no sepan explicar a los españoles para qué lo quieren, más allá de un montón de vaguedades bastante necias.
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