No consta que Zapatero sea experto en técnica cinematográfica, de modo que, cabe conjeturar, tal vez no sepa que McGuffin es el nombre que Hitchcock adjudicaba a ciertas tretas de sus magníficos guiones. Un McGuffin es una peripecia intrigante que acontece en la película pero que nada tiene que ver con la trama de fondo; su función es decisiva: despistar al espectador que pasa así por alto lo esencial para verse finalmente sorprendido. Bueno, pues queriéndolo o no, la llamada “sucesión” es un magnífico McGuffin y produce verdadero deleite contemplar el rendimiento que algunos le sacan al truco.
En ocasiones, pasa en las malas películas, el McGuffin deja de serlo y se apodera de la trama principal. La culpa será, entonces, del guionista, del autor de la trama, de Zapatero en este caso, aunque no sepamos si discurre solo o en compañía de otros u otras, como sería obligado decir dado el panorama. Nada hay peor que un McGuffin demasiado sobreexplotado, capaz de arruinar cualquier dramatismo en la narrativa. Puede pasar que algunos crean que la vida política no es otra cosa que una sucesión de McGuffins, pero si el público llegase a esa convicción, su venganza podría ser terrible.