El progreso se ha basado en la presunción de que el bien y la verdad marcharían siempre de la mano, de que los avances en el conocimiento habrían de conducir a que los seres humanos fuésemos sabios y, en consecuencia, virtuosos, benéficos. Desgraciadamente, no es así, no ha sido nunca del todo así. La historia del siglo XX está marcada por los horrores que, entre otros, causaron los líderes de una de las naciones más cultas del planeta, de modo que ya no debiera sorprendernos la enormidad de los crímenes que se cometen en nombre de lo más sagrado, pretendiendo defender verdades dignas y piadosas, además de los muy numerosos que, por supuesto, se cometen en nombre de principios que no merecen ningún respeto.
El Mal existe y, de vez en cuando, aunque lo llamemos locura para nuestro consuelo, aparece sobre la faz de la Tierra para llenar nuestros corazones de congoja, de temor y de desesperanza. No somos capaces de entenderlo, porque, de otro modo, lograríamos dominarlo. Hay algo que se nos escapa y que nos cuesta reconocer porque contradice la mayoría de nuestras esperanzas, el orgullo del corazón humano. El Mal existe y nos puede derrotar, puede convertir a cualquiera en una caricatura de lo que cree y defiende. No hay otro remedio que recurrir a Dios, como hace con toda sencillez el Padrenuestro, para pedirle que nos libre del Mal. Eso es lo que ha hecho la sociedad noruega, con enorme emoción y desconcierto, en la Misa celebrada en la catedral de Oslo.
Lo que se va sabiendo de quien parece ser el único asesino en esta criminal tragedia nos llena de estupor. Los médicos tal vez acierten, claro es que a toro pasado, a elaborar un perfil psicológico del sujeto que tratará de aquietar nuestro horror con la piadosa explicación de la locura. Sería, en todo caso, una de esas locuras que tan hondamente caracterizó Chesterton: “El loco no es quien ha perdido la razón. El loco es el hombre que lo ha perdido todo excepto la razón”, porque el larguísimo texto explicativo que el criminal ha colocado en la red, como para explicar su acción criminal, es un confuso alegato que contiene toda clase de cosas, desde recomendaciones tecnológicas hasta anotaciones personales, pasando, entre otras, por una amenaza bastante explícita al Papa, de modo que su autor se nos presenta como una especie de loco razonador sin ninguna clase de empatía, sin aprecio alguno a la dignidad de los demás, de aquellos a quienes teme y desprecia, como un racista que confunde la lógica con un rasgo cultural de los de su estirpe, y se olvida de que no puede haber razonamiento alguno que concluya en el asesinato.
Un razonador loco, alguien que carece de la menor humildad para poner en cuarentena sus obsesiones, puede tener más peligro que un mono con una ametralladora, que es en lo que se ha acabado convirtiendo, con perdón para los monos, el atildado racista, falso cristiano, masón o aficionado a sus ritos y relatos, que ha acabado con la vida de un centenar de víctimas inocentes. ¿Qué tendrá que ver este crimen tan abyecto con nada de lo que pueda invocar su autor? Una de las trampas con las que nos seduce la sinrazón es la de hallar causas ideológicas allí donde solo funciona el designio de la maldad, la pura voluntad de causar daño, que es lo que aquí parecemos haber encontrado, salvo que la policía noruega y el estudio a fondo de lo que atañe al caso acaben por entregarnos otra secuencia de hechos distinta a la que hoy se nos ofrece, el misterio del Mal operando con enorme agilidad en medio de la civilización, la libertad y la cordura.