Un gobierno risible

Hace unos pocos días tuve la oportunidad de participar en un programa de televisión, en Madrid opina, de Telemadrid, que dirige Victor Arribas, quien es, por cierto, un competente cinéfilo que acaba de publicar un excelente libro sobre cine negro.
Hay algo que quiero comentar a propósito de los temas que salieron a relucir en ese espacio y que tienen mucho que ver con lo que me ocupa hoy, con la risibilidad de este Gobierno que nos causa tantas desdichas.  Estaba reciente, en ese momento, un notable exabrupto que un cantante de moda le había dirigido al vicepresidente del gobierno, señor Rubalcaba. Hubo diversos comentarios sobre el tema, y yo apunté que estas cosas pasaban cuando los gobiernos en retirada, como ocurrió con la UCD, pierden cualquier asomo de autoridad y todo empieza a salirles sale mal. A este propósito quiero subrayar la gallardía de Álvaro Nadal, del PP, que criticó la actitud del cantante porque entendía, con toda razón, que no había motivo para tratar con tal desconsideración a quien, al fin y al cabo, es el Vicepresidente del Gobierno y merece un respeto por serlo. Me llamó muy positivamente la atención el que Nadal no se apuntase, con el oportunismo típico de tantos políticos, a hacer leña del árbol caído, con motivo o sin él. Es la ausencia de esta clase de actitudes lo que más desprestigia, y con razón, a los políticos. 
Mucho más criticable que ese presunto abuso político de la frase de una canción, me parece que Rubalcaba se haya prestado a ese paripé de primarias que le han consagrado como candidato y que supone, se pongan como se pongan, un incumplimiento de los Estatutos del partido, y es grave que se le den ejemplos al personal de cómo no pasa nada si se incumple la ley, o si se miente, una melodía que suena a celestial a tantos españoles deseosos de imponer su realísima voluntad por las buenas, o por las malas. 
Ahora bien, una cosa es faltarle al respeto a alguien, y otra cosa es la crítica política. ¿Cómo no reír ante un Gobierno que limita la velocidad aduciendo razones casi apocalípticas, y anula esa limitación pocos meses después, sin dar ninguna clase de razones? Este Gobierno facilita que se le pierda el respeto en la medida en que da lugar a situaciones objetivamente absurdas. Piénsese en lo que estamos viendo en el País vasco merced al empeño del Gobierno en forzar la mano del Constitucional para que Bildu fuese perfectamente legal, dándoles medios para que puedan desafiar a la Constitución que les ha amparado tontamente y a la ley, a todos. El presidente es un hombre enfermo de literatura, como ha demostrado Arcadi Espada, pero desconoce el refranero y el sentido común: «Quien da pan a perro ajeno, pierde pan y pierde perro». Tanta literatura y tan escaso buen sentido es una fórmula clásica de la comedia, aunque produzca más dolor que risa.

El descontrol del Gobierno

La situación de cierre súbito y total del espacio aéreo sería realmente insólita si no estuviésemos desdichadamente acostumbrados a los continuos disparates, consecuencia de la imprevisión y el desbarajuste de un gobierno a la deriva, superado en todos los frentes por su impericia, su dejadez y su estúpida insolencia.
En esta ocasión, sin embargo, el gobierno no es el responsable único ni del mal de fondo, a saber, la escandalosa situación de privilegio de los controladores y su chulería sindical, ni del desencadenamiento de una situación intolerable. No se nos escapará ni un solo gesto de complacencia con la actitud hipócrita, bravucona, insolidaria y enteramente execrable de los controladores, dispuestos a explotar de manera inmisericorde los privilegios de que gozan. La actitud de los controladores puede considerarse como un fiel reflejo del exacerbado particularismo insolidario que cunde por doquier en esta España a punto de la bancarrota, y que obstaculiza gravemente la salida de la crisis. Su actitud irrita más que la de otros colectivos en huelga, pero no porque los fundamentos de sus quejas sean distintos, se trata de defender lo que entienden como sus derechos, por absurdos e insolidarios que sean, sino porque su nivel salarial está decenas de veces por encima de los del resto de trabajadores.
El gobierno reacciona ahora con furia e indignación, pero apenas hace unos meses tuvo palabras comprensivas y de aliento para los sindicalistas del Metro madrileño, al entender que se trataba de un conflicto que le podía beneficiar, y, en general, trata con algo más que delicadeza las pretensiones, cuyo fondo suele ser tan insolidario y ridículo como las de los controladores, de los dirigentes sindicales de su cuerda.
Solo una ley de huelga podría poner algo de orden en esta pelea sin reglas en que los distintos sindicatos vienen convirtiendo las huelgas que convocan. No deberíamos pasar por alto que el cáncer que permite los despropósitos de los controladores es de naturaleza específicamente sindical: un grupo cohesionado de trabajadores que abusan de su poder de intimidación y su capacidad de hacer daño para obtener un status laboral y profesional que, aunque en el caso de los controladores resulte sangrante, no es de distinta naturaleza que el perseguido por la dialéctica sindical. Si hubiera un mínimo de mercado para poder satisfacer la necesidad de controlar los vuelos, los controladores no pasarían de tener un salario de tipo medio, pero han sabido organizarse para mantener bajo control el numerus clausus que les ha permitido chantajear de manera persistente, al menos hasta ahora. Algún representante de los controladores ha asimilado la responsabilidad de su función con la de un cirujano, nada menos. Además de que la comparación no se tiene en píe, no estaría de más que cotejásemos las respectivas éticas profesionales, y que se nos dijera dónde es posible encontrar a un grupo de cirujanos que dejen a los pacientes en la mesa de operación con la excusa de que haber rebasado el horario legal.
Es necesario acabar de una buena vez con el chantajismo de los controladores y, ya de paso, con las actitudes paralelas de otros colectivos con capacidades similares. Mucho nos tememos que el gobierno, debido a su costumbre de meterse en charcos en que nadie medianamente sensato se dedicaría a chapotear, no acierte a hacerlo, y que en este asunto, en el que convenía un máximo de cabeza fría y de previsión, haya podido sembrar las bases para que futuras sentencias judiciales otorguen a los controladores opíparas recompensas e indemnizaciones a costa de nuestras sufridas espaldas.
El gobierno ha optado por enseñar los dientes calculando que el gesto sería bienvenido por una opinión pública absolutamente harta de los controladores, y convencida de que sus privilegios carecen de cualquier justificación razonable. Pero este gobierno está tan acostumbrado a recular que no es razonable suponer que vaya a acertar cuando decide ponerse valentón. Al margen de que el asunto sea disparatadamente inadecuado para hacer una demostración de fuerza, la verdadera cuestión está en si este gobierno sabe defender nuestros intereses frente a la agresión de un grupo insolidario pero razonablemente bien asesorado sobre cuáles son los derechos que, por insólitos que nos parezcan, les conceden las leyes vigentes.
En realidad, que el gobierno haya declarado el estado de alarma no hace sino confirmar el estado de ánimo en el que vivimos la mayoría de españoles. El hecho de que el responsable último de tantas trapisondas y despropósitos se esconda tras las bambalinas para gloria de Rubalcaba no deja de caracterizar todo este esperpento como una de las grandes hazañas del zapaterismo.
El Gobierno debía haber resuelto hace tiempo este conflicto y no le hubiese faltado apoyo social para hacerlo, por dura que hubiese sido la solución, pero esperar a que se consumen las amenazas y responder con gran aparato orquestal no es lo que se espera de un gobierno prudente. Este asunto se le ha ido lastimosamente de las manos a Rubalcaba, y todavía no sabemos hasta dónde llegarán los lodos.