Mi bella lavandería

Las lavanderías forman parte esencial del imaginario fílmico siempre que se trate de gánsteres. Una asociación inevitable entre el lavado de la ropa y el blanqueamiento del dinero sucio ha hecho de estos establecimientos lugares privilegiados en el desarrollo imaginario de las tramas delictivas. No deja de ser, pues, una infausta y sorprendente coincidencia que, según informa La Gaceta, haya aparecido una lavandería en el abigarrado escenario de los bienes de fortuna que atesora el señor presidente del Congreso. No produce sino asombro la capacidad del señor Bono para ir engarzando pequeñas perlas en el collar de sus posesiones, de manera discreta, tacita a tacita.
Es claro que esta noticia tendría que inquietar a nuestros concienzudos fiscales, si es que se decidieran a investigar un enriquecimiento que nada tiene de modélico y cuyas causas han de ser, por fuerza, completamente ajenas a los empleos, públicos y escasamente remunerados, del señor Bono.
La lavandería que ahora ha salido a la luz no es, precisamente, una empresa pequeña y, como en casi todo lo que tiene que ver con el político manchego convertido en plutócrata, guarda sospechosas relaciones con las instituciones y con los constructores amigos de Bono. Curiosamente, el señor Santamaría, presidente de Reyal, al que no se le conoce en el ramo de la limpieza, ha sido titular de la explotación hasta el momento en que esta pasó a las manos de sus actuales propietarios, uno de cuyos familiares ha explicado de manera paladina que actúan, en realidad, como meros testaferros del auténtico propietario que no es otro que Bono. Se trata de afirmaciones graves que la Fiscalía debería investigar porque además servirían para explicar algunas de las sorprendentes noticias que se refieren a la vida y milagros de la portentosa lavandería, como la escasez de su factura de agua o las caprichosas subvenciones que ha recibido.
Al parecer, los empleados, los vecinos y los conocedores de las intimidades de la empresa dan también por hecho que la verdadera propiedad de la lavandería está en manos de alguien distinto a quien la administra de manera nominal. Visto lo visto, no es extraño que una buena mayoría de manchegos piense que cualquier cosa pueda ser propiedad del albaceteño, dada la habilidad que no hay otro remedio que reconocerle para irse haciendo una fortuna. Habría, sin embargo, que despejar esta sospecha para evitar que el público se acostumbre a la idea de que los políticos puedan eludir la presión de la justicia y las indagaciones de la opinión pública, que tiene derecho a conocer cómo se las gastan quienes le piden el voto, con el simple procedimiento de inscribir sus pertenecías a nombre de quienes se prestasen alegremente a desempeñar ese papel, al servicio del todopoderoso y por el bien de la región.
La Fiscalía puede seguir poniéndose de perfil, y agarrándose a criterios tan discutibles como el de que no se pueda investigar los orígenes de las fortunas, lo que constituye una manera patente e hipócrita de escurrir el bulto cuando se trate de empleados públicos que de ningún modo hubieran podido amasar honradamente el pastizal que se les reconoce, y del que gozan sin demasiados disimulos.
Una hípica, un imperio inmobiliario, una lavandería… no son propiedades de las que puedan presumir los políticos honrados que acceden a su oficio sin bienes de fortuna previos, como ha sido el caso de Bono. Que a la Fiscalía no le merezca dudas es algo más que sospechoso, es una evidencia de que la Justicia quiere quitarse la venda de sus ojos y colocárnosla a nosotros, pero no lo consentiremos.
[Editorial de La Gaceta]