La democracia está siempre en estado de riesgo, o crece o muere. La nuestra no está mejorando, hay pocas dudas de ello, pero tiene a la vista una gran oportunidad para fortalecerse. Pese a sus defectos, esta democracia sigue siendo un régimen mejor que todos los demás. La razón para que una democracia, incluso demediada, sea mejor que otro régimen, reside en el hecho de que nada en ella es definitivo, ni siquiera los mayores errores, siempre que persista la esencia del sistema: respeto a la Constitución, y elecciones libres.
Los partidos que aspiran a la mayoría suelen hablar de esa mayoría como si fuese de su exclusiva propiedad y así dicen “todos quieren esto” o “nadie está de acuerdo con aquello”. En un sistema bipartidista suele ocurrir que esos mensajes chocan con sus contradictorios, que los rivales también manejan el “todos” y el “nadie”. De este modo, se produce un enfrentamiento irresoluble y contradictorio en que se aboca a un estado permanente de guerra de trincheras, y en el que son los ciudadanos de a píe, los que no son ni nadie ni todos, quienes soportan los costos de la bronca interminable.
Esta suplantación por el nadie y el todos supone un auténtico secuestro de la democracia porque implica la sustitución de la voluntad popular por la voluntad del partido, lo que puede acabar significando, tantísimas veces, el mero capricho del líder. Es, por ejemplo, escandaloso, que los partidos no hayan sido capaces de renovar, como marca la ley, la composición del Tribunal Constitucional, un ejemplo claro de subordinación de la ley a la voluntad de los mandamases. Es triste que el respeto a la ley se suela preterir en España, especialísimamente por la izquierda, por obediencia al líder del partido. Esto es gravísimo y está en el fondo de muchos de nuestros problemas. Sin embargo, en una democracia verdadera, nadie debiera estar jamás por encima de la ley.
La Constitución se pensó como una Ley especialmente respetable y, precisamente por eso, estableció un Tribunal Constitucional que, al margen de los vaivenes de la política, pudiese corregir tranquilamente los excesos legislativos de las mayorías, y hacerlo en nombre de una legalidad superior, y libre de presiones electorales o pasajeras. Ha sido una verdadera desgracia que, a las primeras de cambio, y por un tema menor, como lo fue el de Rumasa, el Tribunal se hubiese de postrar ante el enorme poder del gobierno de González.
Ahora el Tribunal Constiucional tiene en sus manos una cuestión decisiva, la constitucionalidad del Estatuto Catalán. ¿Seguirá el poco glorioso antecedente de someterse a la voluntad del Gobierno o sabrá encontrar fuerzas para estar a la altura que la Constitución lo colocó de manera sabia y previsora? Es de esperar que conozcamos la respuesta a este interrogante con cierta rapidez, pues ya son incontables las demoras que lleva en su contra una sentencia tan fundamental.
Quienes esperan que el Tribunal, pese a su deficiente constitución, defienda la Constitución en puntos en que es de claridad meridiana, desean que sus miembros se comporten como ciudadanos valientes y honrados, capaces de resistir el halago y las presiones para custodiar con valor el legado decisivo que se les ha encomendado.
Quienes temen que haga precisamente eso, se han dedicado a atacarlo, de manera preventiva, refugiándose en la idea, absolutamente errónea, de que el Tribunal Constitucional no representa a nadie. La verdad, ahora sí, es estrictamente la contraria. Representa, por definición, la voluntad de la Nación que se dotó de una Constitución y que confió a un puñado de insignes juristas la defensa de su integridad y de los ataques de los enemigos de la libertad, de la ley y de la democracia. El Tribunal Constitucional sí puede decir que habla en nombre de todos, de ese todos que constituye la Nación y que se encarna en una voluntad histórica de ser sujeto por encima de diferencias y de partes.
La sentencia no va a afectar, pues, a un tema importante pero particular. No. La sentencia puede ser el acta de defunción de la Constitución o, por el contrario, un vibrante alegato en su defensa, un mandato que, por mal que dejase a un Gobierno metido en camisa de once varas, le restituiría el poder político que, como Gobierno de todos los españoles, le pretende sustraer un Estatuto Catalán que es, a toda luces, inconstitucional, por su texto, por sus intenciones y, como se está viendo ya, por su efectos.
En mi opinión no cabe una tercera vía, una sentencia interpretativa, un quiero y no puedo que dejaría al Tribunal Constitucional, y a todos con él, a los píes de los caballos del monumental lío que, inevitablemente, se generaría. No puedo creer que personas de talento y categoría moral quieran pasar a la historia como los liquidadores de un texto que ha sido capaz de fundar el período más próspero de la historia contemporánea de España, aunque se disguste el presidente del Gobierno.