Un libro de Dominique Noguez ha puesto sobre el tapete las relaciones entre Lenin y el dadaísmo. La crítica virulenta contra la burguesía, el internacionalismo, la exaltación de la minoría de vanguardia, el colectivismo y la agresividad son algunos de los caracteres comunes a Lenin y a Tzara que, al parecer, no anduvieron lejos físicamente hacia 1916. Por encima de la broma que haya podido idear Noguez, las analogías son verosímiles y se me ocurre que, por tanto, hay píe suficiente para subrayar la vocación surrealista del socialismo que tanto y tan amablemente nos divierte.
El surrealismo sirve al PSOE de cobertura en una serie de frentes nada menores. ¿Cómo se ha podido aplaudir a Fernández Bermejo desde las bancadas del Parlamento tras haber dicho, con auténtico garbo, “¡pues claro que no dimito!”, si no se es seguidor de André Bretón, y se toma a chacota la seriedad y seriamente cualquier gansada? Todo el ciclo de caza garzoniano-bermejiano, caza legal, real, ilegal y metafórica, ha parecido un disparate escénico de Jardiel Poncela, una comedia inacabable con su ambulancia y todo. Pero que nadie crea que se trata de un caso aislado. Pepiño Blanco, que, como Guerra, es hombre de tablas, ha echado nada menos que a Aznar la culpa de que Endesa haya hecho un recorrido genuinamente da-da yendo a parar finalmente a manos del Estado italiano. En una performance digna del surrealismo más exquisito, tan afinado como el que emplea en sus no escasas declaraciones, la Ministra de Fomento se ha ido a Siberia para ver si se pueden introducir aquí las medidas contra el frío extremo que son comunes en la estepa rusa. En Galicia, tierra de meigas y otras extravagancias sub-reales, el señor Touriño atiende a los periodistas sin contestar sus preguntas.
Pero la cumbre del surrealismo, dejando al margen la declaración de Zapatero de que no puede dormir pensando en los parados, tal vez esté en el deseo del señor Solbes de imitar a Fernández Bermejo en su condición de ex-miembro del Gobierno. Resulta que los españoles estamos ante la peor crisis de nuestra historia reciente y el Vicepresidente responsable de la política económica se dedica a las sutilezas, a mostrar cómo los desastres predictivos, la absoluta convicción de que no se puede hacer nada y el lento desangrarse de nuestra economía no le han hecho perder el brillo de su ingenio.
España, ese viejo país ineficiente según Gil de Biedma, está en manos que prolongan sus tradiciones más necias y nada parece conmovernos. Son muchos los que piensan que la izquierda ha traicionado a la Nación, a sus ideas y a su moral, pero ahora está traicionando su estética en la medida en que se cisca en la herencia ilustrada y renuncia a acabar con la España de charanga y pandereta que supuestamente iba a borrar de la faz de la tierra. Cuando se ve la televisión andaluza o las fotos de la cacería y de la adhesión incondicional al Ministro, se experimenta un retroceso intolerable en el túnel del tiempo.
No me refiero solo a la gestión. Hay algo más preocupante aún, que es el clima moral de apartheid en el que se ha querido colocar a una oposición perfectamente legítima, aunque muy desconcertada. Un dramaturgo exiliado, José Ricardo Morales, le hace decir a su Don Juan en Amor con amor se paga, que España es una suma de intolerancias; pues bien, ese retrato sigue siendo el nuestro, un clima en el que cualquier democracia estará siempre en riesgo de demolición, y este gobierno no ha hecho nada por acabar con esa grave limitación de nuestra vida pública, seguramente porque cree que se le saca mayor renta al espectáculo cómico-taurino que al rigor y a la paciencia.
Felipe González se ganó una inmensa confianza el día que dijo en la televisión aquello de que el cambio consistiría en que España funcione. No creo que ZP se atreviese a repetir nada ligeramente similar al frente de un Gobierno tan fuera de lugar. Ante la estupefacción general el gobierno se comporta como el maestro Ciruela, que no sabía leer y puso escuela, y pone cara de que se dispone a arreglar cualquier cosa que parezca un poco desquiciada, lo mismo sea la Justicia que los crímenes junto al Guadalquivir. De manera renqueante se confirma en un populismo estéril porque seguramente confía, como lo hacía el propio Lenín, en que cuanto peor, mejor.
La oposición no sale mucho mejor parada en este cuadro, entre otras cosas porque a sus electores, y a muchos ciudadanos con la cabeza en su sitio, les resulta insoportable que se cometan tantos errores como para no aventajar a cómicos tan chapuceros. El PP ha sabido defenderse con rabia cuando se ha encontrado al borde del abismo, pero tiene que demostrar que sabe y pude emplear esa misma energía para defender no su buena fama sino el bien de todos, y eso está por ver. Tras una especie de impasse a la espera de unos resultados que no satisfarán a nadie vendrán las europeas. Entonces será el momento de cambiar el rumbo y, seguramente, de tripulación.
[Publicado en El Confidencial]