La distinción entre patriotismo y nacionalismo, no siempre sencilla, se apoya en dos características; en primer lugar, el carácter excluyente del nacionalismo, frente al carácter integrador del patriotismo; en segundo lugar, en que el nacionalismo se mueve exclusivamente en el plano político, mientras que el patriotismo actúa en el plano cívico y moral.
En la España de 2012, el embate del secesionismo catalán debiera llevarnos a distinguir nítidamente ambos conceptos para evitar que la dinámica acción-reacción se convierta en una rémora para las posibilidades de mantener en píe la unidad de una vieja Nación cuyo protagonismo reciente, hasta 2004, ha sido notable, y cuya estela histórica no es menor que la de nadie. Nuestra desaparición sería una buena noticia para viejos rivales, y eso, junto al dinero invertido por las embajadas catalanas, puede explicar algunas actitudes foráneas.
Que el patriotismo es más que una política hay que demostrarlo contribuyendo a que exista un patriotismo integrador, que, aunque pueda ser contraria a los intereses políticos locales e inmediatos, contribuya al engrandecimiento de todos, también de los catalanes, de los gallegos y de los vascos, tanto de la izquierda como de la derecha. Para eso, lo primero es no dejarse ganar por el instinto puramente reactivo ante los secesionistas. Es verdad que las identidades suelen construirse en contraste, salvo cuando se es capaz de crear una identidad reflexiva, culta, moral, una identidad basada en la exigencia, pero también en el respeto, y la admiración de todo lo que lo merece, sea nuestro o no. Este objetivo estimulante y difícil debería ser la guía moral del patriotismo, la emulación más que el rechazo, el deseo de gloria y de grandeza antes que la mera contraposición, lo que fue capaz de hacer, sentir y pensar Santiago Ramón y Cajal, por ejemplo, que decía de sí mismo, no ser un sabio (como entonces, a la francesa, se llamaba a los científicos) sino un patriota.
Nuestro horizonte es incierto, y hemos de esforzarnos por superar la ola de rechazo y cabreo que se produce en el español de a píe a consecuencia de los insultos y el desprecio de los secesionistas catalanes. Hay que resistir el embate desintegrador, y hacerlo con voluntad firme y con una estrategia de largo alcance. No será fácil, pero la batalla es de las que merecen la pena, de las que se ganan con gloria y provecho, aunque también se puedan perder con deshonor y desastre. Nos hace falta grandeza de ánimo, ambición, más que codicia, como solía distinguir Unamuno, y saber aprovechar inteligentemente la energía que con su necia suficiencia nos presta el adversario.
No tenemos ningún derecho a abandonar a nuestros compatriotas catalanes a la tiranía que sobre ellos se dibuja con escandalosos rasgos totalitarios. Tenemos que ganar con ellos la batalla de la libertad política que siempre va unida al valor cívico. Los secesionistas catalanes quieren ahogar a la Cataluña que no les está sometida y no dudan en echarle encima al propio Barça, sin que les incomoden, ni poco ni mucho, las analogías entre ese gesto abusivo y las iconografías de Leni Riefenstahl.
El secesionismo catalán, como virus oportunista, ataca en los momentos de impotencia, ahora como hace un siglo. Nuestra mayor debilidad está, sin duda alguna, en la endeblez de nuestra democracia, en su carácter más superestructural y formal que moral, en nuestra cobardía para defender valores, en la partitocracia insensible a las demandas de una sociedad que quiere prosperar y vivir en libertad, algo más que pagar impuestos cada vez más altos para que se mantenga el boato de los menos. Pero este defecto nuestro adquiere en Cataluña los rasgos furiosos de una clase política absolutamente ensimismada en su locura identitaria y destructiva. Aquí está la clave de nuestra superioridad sobre un error tan vetusto, traidor a los más, antiliberal y mezquino: ganaremos en la medida en que sepamos hacer realidad el proyecto de democracia y de libertad que se inició en 1978 y se torció arteramente un 11 de marzo de 2004, sin que hayamos tenido el valor de recuperarlo, fortalecerlo y llevarlo a su esplendor, el de una España libre, solidaria y grande en la que todos cabremos, y en la que nadie sea más que nadie, ni siquiera los catalanistas.
Puesto que los partidos nacionales se esconden cobardemente para disimular el peligro, los ciudadanos tendremos que recordarles su deber. El PP, absurdamente desgajado de su pasado reciente, carece de una posición consistente y, por las razones que fuere, no cree que deba constituir un elemento clave de su estrategia. El PP de Rajoy se ha convertido en una confederación de partidos localistas (Galicia primeiro) en el que la condición española es un factor residual y disfuncional, hasta en la propia Cataluña. Pero no basta con defender la Constitución, una mera etapa de nuestra historia, hay que saber defender a España, lo que somos, y lo que queremos y podemos ser.
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