Miedo al terror

Desde que Zapatero entró en la Moncloa, tras el espantoso rastro de la masacre de Madrid, nuestro gobierno ha basado toda su política de seguridad frente a las amenazas del terrorismo islámico en una patética negación del problema, como si la sumisión y el disimulo fuesen las mejores armas para garantizar la seguridad colectiva. Esta cobarde pretensión está también en la base de una de las propuestas más ridículas y altisonantes de nuestra historia diplomática, la iniciativa para promover una vagorosa alianza de civilizaciones que, afortunadamente, nadie, excepción hecha de los corifeos a sueldo, ha tomado nunca demasiado en serio. Coherentemente con esa renuncia cobarde a la defensa de nuestra civilización, el gobierno ha premiado con suculentos rescates la liberación de los rehenes españoles tomados en cautividad por cualquiera de las numerosas ramas de la hidra terrorista. Esta conducta vergonzosa ha sido censurada por el resto de países que padecen las mismas amenazas, pero que conservan la dignidad mínima para mantener frente a los criminales una conducta valerosa, responsable e inteligente.
El miedo a reconocer las amenazas, y a reaccionar congruentemente ante ellas, forma parte indisociable de la ideología que sostiene al gobierno, y está empapando de indignidad y sospecha de cobardía la conducta gallarda de nuestras fuerzas armadas y de seguridad, obligadas, como es obvio, a obedecer a un poder tan reacio a enfrentarse a sus responsabilidades, como amigo de cubrir con eufemismos su pasividad, su renuncia a plantar cara a quienes quieren dominarnos por la fuerza.
Estos días, el mundo se conmueve por la evidencia de que Al Quaeda trata de golpear de nuevo, con el tino salvaje y sangriento con que suele hacerlo, el corazón de un mundo que trata de vivir pacíficamente. El gobierno de los EEUU ha tomado una serie de medidas sin miedo a que se disparen las alarmas que puedan afectar al normal funcionamiento de los mercados, del transporte y de la vida ordinaria. De nada sirve mirar para otro lado. La amenaza del terrorismo es proteica y universal, y, en nombre de nuestra libertad común, debe ser combatida en todos los frentes, desde el campo militar, hasta el policial, desde la política de inmigración, hasta las ayudas al desarrollo. No podemos ponernos de perfil en este asunto porque los españoles, que hemos sufrido en nuestras carnes el zarpazo de esta fiera, tenemos que contribuir a la derrota de este enemigo tan artero y difícil sin sustraernos por comodidad a ninguna de las exigencias que ello comporte. No deberán repetirse, por ejemplo, las compras de rehenes que solo sirven para financiar a los criminales, y para que nuestro Príncipe de la Paz se haga una foto de circunstancias, ahora que está tan escaso de ellas.
Las fuerzas armadas y los cuerpos de seguridad tienen que estar en estado de alerta, como sucede en Francia, por ejemplo, no ya para evitar que nos afecte una amenaza directa, que también puede ocurrir, sino para ayudar a que el resto de los países puedan evitar atentados muy sofisticados en su ejecución y de preparación tan insidiosa.
Hay un trabajo que hacer en el territorio nacional para garantizar que ni uno solo de los inmigrantes de conducta normal y pacífica q ue viven y trabajan con nosotros sea, en realidad, una terminal de cualquiera de las derivaciones de la internacional terrorista. Por supuesto que habrá que establecer sistemas que nos permitan expulsar de nuestro suelo a quienes, desde mezquitas o desde asociaciones, inciten al odio y la destrucción de nuestra civilización o comprendan los crímenes con la piadosa disculpa de que los cruzados cometieron, antes o ahora, no se sabe qué suerte de barbaridades.
Los sucesos de las últimas horas, ponen de relieve, como ha dicho Obama, «la necesidad de permanecer vigilantes», lo que significa mantener e incrementar la coordinación con los aliados y no vacilar en el objetivo último de acabar con Al Quaeda. El Departamento de Seguridad Nacional ya ha extremado las medidas de vigilancia en los aeropuertos, y en los numerosos lugares de en que se opera con mercancías internacionales, como estaciones de ferrocarril y puertos marítimos. Las autoridades han incrementado las medidas de inspección a que se somete a los aviones de transporte en los aeropuertos de la costa atlántica. Se trata, en definitiva, de una amenaza creíble, y sería un auténtico desastre bajar la guardia frente a quienes no descansan para hallar medios de agresión que les dejen relativamente a cubierto de represalias inmediatas.
Los ciudadanos tendremos que soportar pacientemente este incremento de las medidas de seguridad con la convicción de que nada sería más peligroso que dar de lado a las precauciones en aras de una comodidad mal entendida, de una libertad capaz de ignorar los riesgos a los que, en verdad, estamos sometidos.
No hay lugar para un arreglo civilizado ni para el apaciguamiento entre quienes buscan destruir esta civilización y quienes creemos en ella, en las libertades, en la democracia, en la autonomía de las instituciones, en la competencia, y en la supremacía del poder civil. Cualquier intento de sustraerse a este combate permanente es un escapismo que puede resultar suicida, si es que no oculta, como se puede sospechar ante muchas de las manifestaciones de la izquierda zapateril, una voluntad de rendición, sencillamente porque no se cree en los fundamentos de la propia civilización, porque el relativismo cobarde y lelo ha corroído la capacidad de enfrentarse a riesgos por las causas capaces de hacer que pongamos en juego nuestras vidas.
No hay que tener miedo a las amenazas del terror, y, mucho menos, dejar que ese temor nos paralice y nos haga mirar para otro lado, como si alguna especie de magia psicológica hiciera desaparecer los peligros reales. Los españoles deberíamos estar a la altura de las circunstancias, aunque nuestro gobierno muestre una tendencia suicida a confundir este mundo con un estupefaciente paraíso multicultural.