Las tonterías tienen siempre muy buena imagen. Se trata de un fenómeno muy interesante que debería tenerse siempre en cuenta cuando se examinan los índices de opinión. No creo que sea fácil explicar este extraño asunto sin herir la susceptibilidad de nadie, de manera que me abstendré de profundizar en él, y me limitaré a dos cosas. Primero, a constatar que es un prodigio antiguo y bien conocido, basado, simplemente, en la abundancia de los necios, y, segundo, a poner un ejemplo reciente de tontería rutilante. Ruego a mis selectos lectores que consideren que, dado el enorme tamaño del mercado, la elección de un buen ejemplo es asunto difícil y, si el caso fuera convincente, sería bastante meritorio.
Respecto a la antigüedad del argumento, bastaría con citar al Eclesiastés I, 5 cuyo texto de la Vulgata dice “Quod est curvum, rectum fieri non potest; et, quod deficiens est, numerari non potest”, sentencia que la sabiduría popular, a saber si debida o indebidamente, ha decidido leer como “Stultorum multitudo infinita est”, dando estatuto de verdad revelada a la común, y paradójica, creencia de que la multitud de los tontos es innumerable. Gracián recoge con aprecio la opinión de un capitán portugués, según la cual, “son tontos todos los que lo parecen y la mitad de los que no lo parecen”. De manera más cercana a nosotros, el sarcástico Azaña recoge en sus Diarios, y se trata solo de unas muestras, las siguientes perlas: “Todo este país vive en una especie de estupor”, “En los pasillos del Congreso cunde la majadería” “Es demasiada ambición la de que todos sean inteligentes”. No sigo, porque la erudición acerca de la tontería ajena es amplia, pero entristece, aunque ilustre suficientemente las razones de la excelente imagen de lo estúpido.
Vayamos ahora al ejemplo. Me he hartado de leer en los últimos meses un diagnóstico realmente curioso a propósito del mercado del libro en España. Se han repetido las afirmaciones, de unos y otros, a propósito de que el libro no nota la crisis y goza de buena salud. Se ve que estamos tan escasos de buenas noticias que nos enganchamos como locos a la primera que pasa. Siempre me ha parecido paradójico que los libros se vendiesen como churros, si se tiene en cuenta lo extraño que resulta encontrar a alguien que haya leído al menos uno, pero, como se repetía tanto, y tiendo a ser optimista sobre las opiniones mayoritarias, me decidí a investigar. Pues bien, me ha bastado hablar con dos buenos editores, y sin embargo amigos, para escuchar las más amargas quejas acerca de la situación lamentable del negocio y del efecto letal de esa precisa tontada.
Se dirá que mi ejemplo se refiere a una memez de formato ligero, de andar por casa, qué duda cabe. Pero hay que reconocer que tomársela en serio requiere unas auténticas tragaderas. ¿Cómo es posible que vaya bien un mercado como el del libro cuando pasan, como mínimo, las siguientes cosas:
1. Hay un descenso realmente espectacular del nivel general de consumo. Por lo que se ve, eso no debería afectar a los numerosos lectores que pueblan las Españas, y que prefieren cualquier cosa a dejar de leer libros.
2. Los puntos de venta de libros casi han desaparecido y los que hay parecen encomendados a miembros selectos de la hermandad de enemigos de la lectura.
3. Hay una auténtica revolución en marcha como consecuencia de la era digital que afecta de lleno a la obtención de documentos y a su forma de lectura que afecta de lleno al mercado de la prensa y a todo tipo de publicaciones.
Pues bien, pese a estas gruesas evidencias, que podrían aderezarse con multitud de detalles hirientes, una bandada de tontos especialistas se ha dedicado a proclamar a los cuatro vientos la buena nueva de que el libro sigue impertérrito. Ya sé que a muchos de ustedes, que son gentes proclives a pensar mal de nuestros magníficos gobernantes, pueden estar pensando por lo bajini que la culpa es de quien todos sabemos, que se dedica a contar mentiras sin que parezca que a nadie le importa. Pues siento llevarles la contraria, pero me parece que la cosa es al revés: el mal que consiste en que el público prefiera las palabras a las cosas está a punto de acabar con el sentido común del refranero. Por eso me asusta un poco el panorama, porque, como no creo en los afeites de la cosmética, ni en los milagros mediáticos, sigo pensando que aquí lo de los libros está de pena, y así nos va. Lo del libro tiene arreglo, y lo de la política, también. Pero habrá que ponerse cuanto antes a la tarea, sin seguir comprando campañas de bobos, y tontísimas ellas mismas.
[Publicado en El Estado del derecho]