Un final digno para ETA

La democracia española ha pasado sus peores momentos a causa del terrorismo, y miles de españoles han sufrido en carne propia su crueldad, su estupidez y su locura. Ha costado mucho mantener una política firme y clara, y en el largo camino de estas décadas se han llevado a cabo, por unos y otros gobiernos, algunas acciones y cesiones que seguramente no debieran haber existido. Nuestra democracia ha podido ser víctima de su buena intención, de su deseo de paz, pero ya debería estar firmísimamente asentada la idea de que el problema de ETA nunca debiera haber dejado de ser un asunto que cualquier Estado serio confía, sin más, al trabajo ordinario de la policía y la ley. Desde el comienzo de su gobierno, por el contrario, Zapatero se ha dejado seducir por la tentación de construir una política pretenciosa e imaginativa, una política para su lucimiento, a propósito de ETA, y, en alguna medida con su colaboración, pero ya ha recibido su ración de desengaño de la manera más desairada posible. De esa tentación quedan todavía unos rescoldos que, de vez en cuando se insinúan, en declaraciones de unos u otros ministros, en desiderátums o en actitudes que, francamente, no son fáciles de explicar. Cuando se cumplen cuatro años del atentado que dinamitó el mal llamado proceso de paz no es lógico que subsistan dudas de ningún tipo sobre cuál deba ser la posición inamovible del Estado y del conjunto de las fuerzas políticas sobre el final del aquelarre etarra. Quedan, sin embargo, viejas querencias del intento de convertir a Otegui en un estadista y en un hombre de paz, o de presentar a De Juana Chaos como un benemérito ciudadano que ha pagado sus deudas con la justicia y con el conjunto de los españoles.

El gobierno, que nos representa a todos, tiene la obligación de ser paciente, no vaya a ser que el comprensible deseo de ver el final de ETA se convierta en un as en la baraja de la banda, en una injusta victoria final, por pequeña que fuere, de esa panda de asesinos. Nadie nos va a ganar a alegría el día que ETA deje de existir, pero ese intenso deseo que todos compartimos no debiera nublar nuestra vista. A día de hoy, cuando la patronal vasca denuncia que continúan las cartas de extorsión de ETA, cuando ETA sigue actuando, el gobierno no debe dejarse llevar por las prisas, y tiene que mantenerse firme como garante de la actitud y los deseos unánimes de la sociedad española frente a una organización criminal que, aunque nos haya inquietado e indignado, nunca ha podido tener la menor oportunidad de vencernos. Es un tanto desconcertante, por tanto, que Batasuna pueda asegurar a sus seguidores que tiene «garantías» de que estará en las urnas en las ya muy próximas elecciones de mayo, aunque no sea capaz de disimular su impaciencia y desasosiego por la demora que afecta al supuesto pronunciamiento de la banda, a las actuaciones capaces de mostrar, de manera concluyente y definitiva, que el núcleo duro de los asesinos con armas en la mano vaya a ser capaz de disolverse y entregar sus armas y pertrechos.

No queremos más retórica, ni más promesas infundadas. La debilidad de ETA, no se le escapa a nadie, es la consecuencia de una derrota policial, judicial y política que sería demencial poner en bancarrota. Tienen que ocurrir cosas que nos alegren el semblante, pero que nadie juegue con los apaños, con chapuzas, con darnos gato por liebre en un asunto tan grave y tan largo, porque el único final digno para ETA es aquel que no sea indigno para todos los demás, para la democracia.

[Editorial de La Gaceta]

La película que Zapatero debiera ver

Como decíamos ayer, se ha reprochado a Invictus el dar una imagen excesivamente hagiográfica de Mandela. Ya dije que la objeción no tiene sentido, porque Clint Eastwood se centra en una historia muy particular y se atiene a ese hilo conductor, lo que siempre es una opción perfectamente legítima. Ocurre, no obstante, que hace falta ser un tipo muy retorcido para no admitir que la historia escogida es realmente ejemplar.

La cosa consiste, nada menos, en lo siguiente: Mandela que se ha pasado 27 años de cárcel bajo el dominio del apartheid, se opone a que sus compañeros de partido ajusten cuentas con ciertas formas de maltrato simbólico que pudieran ser vividas por los blancos como una humillación. Cualquiera pensaría que hubiera sido lógico que los blancos, que habían perdido la batalla política, tuviesen que tragar alguna deshonra simbólica, pero Mandela se opone con una razón ejemplar: la construcción de la nueva Sudáfrica necesita de todos. Mandela pone en juego su liderazgo y su prestigio para mostrar lo que hay que hacer: que los símbolos de exclusión se conviertan en emblemas de la nueva nación, sin perder su atractivo para quienes los veneraban, como, por ejemplo, el equipo de rugby.

Mandela fue tan generoso como inteligente, pero, sobre todo, supo ser generoso y por eso merece la admiración y la gratitud universal; supo poner bálsamo en las heridas y predicar una reconciliación sin la que sería imposible evitar situaciones terriblemente complicadas e inciertas. Pensó, correctamente, que el pasado se reinventa y, de algún modo, se salva, construyendo un futuro mejor para todos, perdonando y mirando a lo que hay que hacer, no a lo que sufrieron.

Los españoles tuvimos un Mandela colectivo en la transición, pero ahora hay quienes se empeñan en enfrentarnos de nuevo con las guerras de nuestros abuelos. Son escasamente inteligentes, son perniciosos, y aunque luego proclamen su admiración por Mandela, es evidente que no han sabido apreciar el potencial de la reconciliación y de la unidad, que sólo saben vivir de la desunión, de la perpetuación de los agravios, tantas veces inventados. Fueron otros quienes padecieron la injusticia, la violencia y la guerra; además, muchos de estos valientes a deshora descienden más directamente de viejos verdugos, que de las víctimas con las que, hipócritamente, pretenden identificarse para escarnio de sus adversarios políticos.