En una columna editorial del martes 25 de septiembre la Gaceta de los negocios habla con inusual claridad de lo que denomina «el invento de la propiedad intelectual». Me ha llamado la atención en esta pieza, además de la sana falta de precauciones para decir de una vez lo que se piensa, la manera de presentar un argumento contra la forma en que habitualmente se entiende el citado derecho que me parece especialmente gráfica. Dice así: «¿de qué deja de ser propietario el que vende esas cosas?». En el sentido ordinario del término propiedad, el que vende una propiedad deja de ser su dueño, de manera que, desde este punto de vista, la llamada propiedad intelectual no es sino una propiedad imaginaria. El autor es dueño de su obra en un sentido moral y lógico, pero no puede comerciar con esa propiedad porque no puede enajenarla que es lo que hace todo el mundo cuando vende algo. Entonces hay una pregunta insoslayable: ¿qué es lo que se nos vende cuando pagamos por la obra de un autor?; ¿si se vende solo un objeto físico, cuyo valor es muy bajo, por qué ha de resultar tan caro? Los autores no pueden vender lo único que realmente tienen, de manera que, lo que puedan cobrar, no podrá justificarse por una venta (que no hacen, porque no se desprenden de nada) sino por un servicio, y la idea de pagar un servicio, que es muy lógica y razonable, deberá ser puesta en práctica en un contexto tecnológico muy distinto al de la imprenta, un contexto en el que le pretendido derecho de propiedad intelectual no puede sino jugar papeles equívocos y contradictorios. A pesar de eso, se ha montado una auténtica industria recaudadora y prohibicionista sobre este asunto. Es hora ya de que se deje, concluye Gaceta de los negocios, de sacar los cuartos del bolsillo de la gente con el cuento de la propiedad intelectual. La técnica lo ha desenmascarado.