Leo, una vez más, un inteligente comentario de Alejandro Gándara («En esas estamos») en su blog. Le he hecho una pequeña apostilla, y aquí amplío el asunto.
Hay una enorme dificultad en percibirse a uno mismo bajo las categorías con que calificamos a los demás. Se trata, desde luego, de una vieja advertencia. Luego está el hecho de que una supuesta mentalidad científica nos permite hablar del mundo como si no existiéramos en él. No sé si por eso puede decirse que el viejo topo, cualquier especie de viejo topo que queramos analizar, avanza a ciegas, es decir, que nos pasan cosas que no sabemos cómo comenzaron a pasarnos.
¿Cómo puede escapar a esas limitaciones el lenguaje moral? ¿Tendremos que afirmar que nada hay que decir? El problema es que no es fácil encontrar el fondo o el límite de la moralidad y que, si no creemos, de alguna manera, en una suerte de naturaleza universal, entonces estamos a merced de un mercado que, como todos los mercados, pasa de continuo por momentos de histeria.
Me refiero, claro está, al mercado de los sentimientos. Todos los mercados son secundarios respecto a los valores en trueque y con los sentimientos pasa exactamente eso: que cada cual puede creer que sabe muy bien lo que siente, pero está al albur de unas modas que pueden ser, y de hecho son, bastante tornadizas.
Creo que no es ocioso recordar a Aristóteles y recordar que nada puede sustituir al juicio de prudencia, que no hay una moral que pueda imponerse con la evidencia de la ciencia, tómese como metáfora. También es vieja la advertencia de que no poseeremos una ciencia del bien y del mal. Lo malo es que vivimos en una época en que actuamos como si el único poder espiritual legítimo, por decirlo de alguna manera, fuese el que esgrimen las muchedumbres, poco dadas al matiz y menos a la prudencia. Las muchedumbres son moralistas sin saberlo y son, por ello, totalitarias. Por eso me asombra el que se quiera defender verdades que solo se perciben en la habitación de Pascal a golpe de manifestaciones.