Desconcierto

Un coaching me decía que los directivos están muy desconcertados; no le pregunté si lo estaban más o menos que el resto de los mortales, pero entiendo que el caso es muy general. Hay que ser muy fuerte, o muy memo, para no estar desconcertado en el mundo en que nos ha tocado vivir. Además, se trata de un desconcierto que no se cura fácilmente con un par de libros, digamos. Sin embargo, mi amigo me decía que para curarse la gente recurre a procedimientos asombrosos, por ejemplo participar en reuniones de ejecutivos que se dedican a dispararse con balas de pintura, apuntarse a cursos de alpinismo descendente y colgarse de una cuerda, o a cosas aún más disparatadas.

Vivimos en un mundo en el que han perdido vigencia real los valores culturales más sólidos: la religión, la familia y las tradiciones; a eso hay que añadir que se trata de un mundo expuesto a riesgos que pueden llevar fácilmente a la paranoia, como comprueba cualquiera que use un aeropuerto; los gobiernos hace tiempo que perdieron el mínimo decoro y autorizan el aborto a las mismas niñas a las que impiden comprar tabaco o alcohol; la educación, lógicamente, es un caos de apariencia irremediable; para acabar, hasta algunos jueces se convierten en delincuentes, ya que un cohecho de libro se castiga menos que aparcar en zona reservada.

Uno podría tender a refugiarse en las seguridades de la racionalidad económica, que es una cosa que muchísima gente estudia con gran seriedad, pero se encuentra con que, de repente, los valores de los futbolistas se multiplican por 600 en apenas cinco años, o con que la deuda de las instituciones financieras (¿con quién?) es de trillones de dólares, y que Obama pretende arreglarlo gastando más y más deprisa. No pretendo privar a nadie de ese posible consuelo, pero la verdad es que es mala época para confiar en las virtudes del capital.

La única cosa en la que parecen coincidir los políticos es en que este desconcierto es irremediable y que ya están ellos para gestionarlo. Aunque sigamos siendo una presumible mayoría los que tenemos creencias religiosas, respetamos las tradiciones razonables y queremos vivir de una manera civilizada y respetuosa, hemos tolerado que se impongan públicamente las verdades contrarias. Hace años me dijo un famoso pensador, y me quedé muy perplejo, que la verdad era que no había ninguna verdad y que, por tanto (¿?) él iba a hacer una cabronada como un castillo sin ninguna clase de escrúpulos. Son personajes como éste los que se han hecho con el escenario, mientras, tacita a tacita, se van haciendo un patrimonio, no siempre tan grande como el de Almodóvar, pero un patrimonio. Es hora de leer menos los periódicos y de decir paladinamente lo que pensamos. Es más barato que muchos de esos cursos raros.

[Publicado en Gaceta de los negocios]