La Virgen de agosto

El verano es esa estación que parece interminable y que, paradójicamente, tiene un punto medio, este 15 de agosto en que se celebra la festividad de la Asunción de Santa María.
El verano es una estación más corporal que el invierno que tiene más vocación de retiro, de interior; es la epifanía de los cuerpos y se hace fácil el olvido del alma, eso que trata de recordarnos la fiesta de la Virgen, de la mujer que le prestó sus entrañas a nada menos que todo un Dios.
Estaba dándole vueltas a esto del cuerpo y el alma, que es una de mis manías, digamos, intelectuales, cuando me he encontrado a un viejo conocido con aspecto de estar realmente perdido en medio de tanto sol, de tanta luz y tanta algarabía. Apenas un minuto y me estaba contando lo que le pasaba, que se había quedado viudo, que, aunque no lo dijese así, estaba demediado, sin cuerpo y sin alma, haciendo por vivir, porque a vida le parecía una obligación, no precisamente un placer.
La vida, un buen tema, sin duda, siempre repetido y siempre nuevo. Mi conocido me habló de sus seis hijos y de sus trece nietos, y yo le mostré mi envidia, le dije que no tenía derecho a quejarse. Me respondió que no se quejaba, y se fue por la calle abajo con esa sensación de desamparo que solo se advierte en quienes han querido mucho.
Ese quedarse solo es, sin duda, una antesala de la máxima soledad, de la muerte, una estación desconocida a la que este hombre se enfrenta seguramente sin prisa, pero sin temor. Me lo encontré en la iglesia, imagino que buscando consuelo, alimentando alguna esperanza en el reencuentro. No creo que la fe sea algo muy distinto de esa esperanza que trata de sobreponerse a la muerte y a la soledad.

Año nuevo, vida plena

[Mi madre, Rosa Quirós Rodríguez]

Tengo la enorme suerte de que mi madre, que ya tiene 92 años, sea una persona excepcional. Supongo que eso es lo que piensan la mayoría de los hijos, y lo siento por los que no comparten esa gracia tan normal. El día de Navidad, un desafortunado accidente le hizo romperse la cadera y, desde entonces, está hospitalizada.

He pasado buena parte de estos días de fiesta junto a ella, lo mismo que mis hermanos y todos los nuestros. Me permito esta breve nota privada, porque necesito decir que cuidar de los demás es lo más valioso de la vida y es un privilegio poder hacerlo con alguien que, literalmente, se ha desvivido por ti. Las madres son ejemplos luminosos de vida buena, aunque normalmente prefiramos otros modelos de mayor brillo aparente.

Mi madre reza, y se lamenta de que se le olvidan algunos misterios del Rosario. Ayer me dijo que le daba pena toda esa gente que no cree en Dios, que no cree en nada. Supongo que desde la atalaya de sus años, desde una quietud reflexiva aunque forzada, es un poco más fácil ver lo esencial. En eso se diferencia la vejez de la infancia, a la que tanto se asemeja en otros aspectos. En fin, que es un privilegio poder pasar parte de estos días de tanto bullicio muy cerca de una realidad que tiende a ocultarse, dándome cuenta de que la vida no es solo un camino hacia el final, sino un misterio que las personas felices, como mi madre, aprenden a vivir con esperanza y alegría.

Pensar en Dios

Las navidades se han vuelto problemáticas, no cabe duda. Han sido objeto de toda clase de ataques, aunque los más terroríficos me parecen los del egoísmo de esas gentes, tan abundantes, para los que la vida significa hacer sus planes, y que nadie les moleste. Todos tenemos algo de eso, sin duda, yo desde luego. Pese a eso, a mí, las navidades siempre me han encantado porque me recuerdan lo mejor de la vida, de una realidad misteriosa pero no absurda y que solo se puede vivir bien con esperanza, algo que siempre es compatible con pasarlo mal. Los chicos listos, y las chicas, nos solemos olvidar de eso porque pensamos que la vida es una especie de espectáculo para que los demás aplaudan, y en navidad no hay manera.

También me molesta el excesivo empeño de algunos en purificar el sentido religioso de las fiestas, cuando esa intención se convierte en un motivo para reñir a los frívolos y a los tibios. Eso ya lo ha hecho San Juan, y bastante bien, por cierto, de manera que no hay que ponerse demasiado escatológico con la pequeña alegría del personal que es capaz de sentirla. Yo, por si se me olvida, procuro ver siempre ¡Qué bello es vivir! para acordarme de que el amor de Dios a los hombres se traduce siempre en deseo de paz y de alegría y en el impulso de su bondad, su generosidad y su esperanza.

Me he puesto a escribir esto porque he visto que Factual, el periódico de Espada, al que me he apuntado equivocadamente, pero sigo con cierto interés, promociona, entre otros, una lista de diez libros para dejar de creer en Dios. Me hace gracia que sean necesarios tantos, cuando mucha de la gente que no cree en Dios, que ni se le pasa por la imaginación, no ha leído ni un prospecto. Esto me recuerda a una de las cosas de Wittgenstein cuando parodiaba la verificación recomendando leer un periódico y salir a la calle para comprar otro de la misma edición y asegurarse de que dice lo mismo. No sé si lo cogen, pero para mí que creer en Dios tiene relativamente poco que ver con los libros, y por eso me resulta curioso que haya gente que espere más de los libros que del amor de Dios.

Okuribito, una meditatio mortis

Yôjirô Takita es un director japonés (del que en España se pudo ver La espada del samurái) que nos regala en Okuribito (“Despedidas”) una auténtica meditatio mortis, esto es, inevitablemente, una imagen rigurosa y delicada de nuestra vida.

Takita, ayudado por un excelente guión, una magnífica música, y unos espléndidos actores, nos conduce a través del viaje del protagonista, desde una vida en apariencia fracasada a la aceptación de que la muerte y cuanto ella conlleva es un buen camino para entender plenamente la dignidad y el misterio de la vida.

La muerte es un fenómeno natural, pero es algo más que eso. Es también un acontecimiento, algo que nos pasa cuando mueren los demás, y algo que nos pasará a todos, sin duda. La liturgia japonesa de la muerte es, como ocurre en todas partes, un conjunto de ritos que trata de librarnos del horror que la muerte nos causa, y de ayudarnos a entender la misteriosa naturaleza de ese tránsito.

Como sucede en cualquier parte, la muerte se ha profesionalizado, las familias entregan sus muertos a empresas y ya no los cuidan como lo establecían las tradiciones. De este modo, la muerte se convierte en un trámite, y se tiende a olvidar su sentido, una manera como otra cualquiera de librarnos de pensar en ella, de huir de su amenaza, del peso insoportable del absurdo al que parece condenarnos nuestro destino.

Lo que la película nos cuenta es el aprendizaje de Daigo, empleado en una empresa dedicada al cuidado de los muertos, a amortajarlos conforme a los ritos tradicionales del Japón. Daigo necesita el dinero porque su carrera como violoncelista ha fracasado, pero el oficio que se le ofrece le produce asco y vergüenza. El milagro al que asistiremos viendo la película es cómo ese rechazo se transforma en respeto, amor, y perdón, como su oficio le permite alcanzar la comprensión de que hay algo sagrado en la muerte, porque hay algo de inaudito valor en cada vida, incluso en las más desdichadas y tristes.

Despedidas es, de alguna manera sin pretenderlo, una película religiosa, porque restaña la escisión que habitualmente hacemos entre la vida y la muerte, porque nos enseña a mirar más allá del negocio funerario, del trámite, del asco y del miedo. Tal vez haya que saber escuchar las hermosas notas del violoncelo de Daigo, que lo vuelve a tocar por auténtica afición y no para ganarse la vida en una orquesta de más o menos, para entender plenamente esta hermosa lección sobre la vida, sobre esas aguas, omnipresentes en la película, que siempre van a la mar, que es el morir. La muerte, que nos iguala a todos, no anula nuestra esperanza, la coloca en otro terreno, azuza nuestro deseo de volver a ver a los que hemos perdido, un anhelo que nadie debiera despreciar, si de verdad ama la vida.

Desconcierto

Un coaching me decía que los directivos están muy desconcertados; no le pregunté si lo estaban más o menos que el resto de los mortales, pero entiendo que el caso es muy general. Hay que ser muy fuerte, o muy memo, para no estar desconcertado en el mundo en que nos ha tocado vivir. Además, se trata de un desconcierto que no se cura fácilmente con un par de libros, digamos. Sin embargo, mi amigo me decía que para curarse la gente recurre a procedimientos asombrosos, por ejemplo participar en reuniones de ejecutivos que se dedican a dispararse con balas de pintura, apuntarse a cursos de alpinismo descendente y colgarse de una cuerda, o a cosas aún más disparatadas.

Vivimos en un mundo en el que han perdido vigencia real los valores culturales más sólidos: la religión, la familia y las tradiciones; a eso hay que añadir que se trata de un mundo expuesto a riesgos que pueden llevar fácilmente a la paranoia, como comprueba cualquiera que use un aeropuerto; los gobiernos hace tiempo que perdieron el mínimo decoro y autorizan el aborto a las mismas niñas a las que impiden comprar tabaco o alcohol; la educación, lógicamente, es un caos de apariencia irremediable; para acabar, hasta algunos jueces se convierten en delincuentes, ya que un cohecho de libro se castiga menos que aparcar en zona reservada.

Uno podría tender a refugiarse en las seguridades de la racionalidad económica, que es una cosa que muchísima gente estudia con gran seriedad, pero se encuentra con que, de repente, los valores de los futbolistas se multiplican por 600 en apenas cinco años, o con que la deuda de las instituciones financieras (¿con quién?) es de trillones de dólares, y que Obama pretende arreglarlo gastando más y más deprisa. No pretendo privar a nadie de ese posible consuelo, pero la verdad es que es mala época para confiar en las virtudes del capital.

La única cosa en la que parecen coincidir los políticos es en que este desconcierto es irremediable y que ya están ellos para gestionarlo. Aunque sigamos siendo una presumible mayoría los que tenemos creencias religiosas, respetamos las tradiciones razonables y queremos vivir de una manera civilizada y respetuosa, hemos tolerado que se impongan públicamente las verdades contrarias. Hace años me dijo un famoso pensador, y me quedé muy perplejo, que la verdad era que no había ninguna verdad y que, por tanto (¿?) él iba a hacer una cabronada como un castillo sin ninguna clase de escrúpulos. Son personajes como éste los que se han hecho con el escenario, mientras, tacita a tacita, se van haciendo un patrimonio, no siempre tan grande como el de Almodóvar, pero un patrimonio. Es hora de leer menos los periódicos y de decir paladinamente lo que pensamos. Es más barato que muchos de esos cursos raros.

[Publicado en Gaceta de los negocios]

Está escrito

Es muy corriente contraponer la imagen y la palabra. Algunos edifican teorías catastróficas sobre el poder y la maldad de las imágenes, olvidando por cierto, que la escritura es, por lo pronto, también una imagen. 

Slumdog millionaire, la película de Danny Boyle, es una muestra excelente de lo absurdo que resulta la contraposición de imágenes y palabra. Danny Boyle es un magnífico director de cine, tiene una gran sensibilidad para el ritmo y la belleza de las imágenes y cuenta con ellas una historia emocionante, llena de optimismo pese a la dureza de lo que retrata. Su protagonista no sabe leer, pero conoce muy bien la importancia de lo que está escrito, cree en ello y su vida es una apuesta continua por la libertad, y el amor verdadero. 

Boyle contrapone, como ya hizo con Millones, que paso inadvertida entre nosotros, el dinero y la esperanza, sin ser maniqueo, sin moralinas, pero con radicalidad. No se puede servir a dos señores, al dinero y a la bondad. Dos hermanos, como en Millones, son los encargados de mostrar la tensión y la diferencia entre el amor a las riquezas y el empeño en vivir. Ambas películas son historias profundamente religiosas, historias que se remiten, sobre todo, a la palabra que está escrita, a la sabiduría que nos viene de una revelación  tan misteriosa como poderosa, de una tendencia que siempre nos indica el camino adecuado aunque podamos escoger muy otros. 

El poder de la palabra es el poder que viene con ella, que está más allá de ella, y la imagen puede expresarla, cuando se acierta a hacerlo, con originalidad, hondura, persuasión y belleza. Eso es lo que le pedimos a la poesía y eso es lo que nos da la película de Boyle, un torbellino de imágenes, que explica el inexplicable éxito de un concursante televisivo, cuyo último plano es una respuesta que dice así: “D: Está escrito”. 

Creo que meditaciones como la de Boyle nos descubren lo que a veces oculta la palabra, esa imagen que confundimos con ella, ese fetiche que algunos construyen absurdamente en torno a un modo de producción, para confundirla con ella. No podemos confundir la palabra con una tecnología que ha sido espléndida pero que ahora está siendo superada de manera radical y, en cierto modo, definitiva, porque está escrito que no adoremos a los ídolos.   

Es la belleza y la profundidad de la verdadera palabra lo que nos permite apreciar en todo su significado el ritmo vibrante de las escenas que nos ha ofrecido Danny Boyle envueltas en una música extraordinaria. Gracias a él vivimos por unos minutos en una India bellísima, siempre sorprendente y juvenil, ingenua y llena de esperanza, capaz de celebrar la vida y la muerte sin perder la sonrisa. Vivimos con esperanza la agonía del niño rebelde y valiente que protagoniza la historia porque el texto que es la película es una palabra que dice que el amor es más fuerte que la muerte. 

[publicado en otro blog]