Una democracia demediada

Que nuestra democracia es mejorable, es algo que casi todo el mundo reconoce sin dificultad. Nadie en su sano juicio podría presumir de la corrupción, de la politización de la justicia, de la metástasis de las administraciones, de la debilidad del Parlamento, o de los excesos de la partitocracia, por citar algunos de los ejemplos más obvios.

Lo que resulta preocupante es que nuestros líderes no se limiten ya a no considerar esos defectos como objetivos de una agenda política digna, sino que empiecen a convertirse descaradamente en apologetas de esas limitaciones. Así sucede cuando se nos propone disimular los males de la democracia disminuyendo nuestras exigencias, es decir, con menos democracia todavía, en lugar de combatir, como debiera ser, los males de la democracia con una democracia cada vez más exigente. Lo que está pasando, ni más ni menos, es que los líderes de los partidos están empezando a dejar de ser demócratas, a comportarse de manera despótica o dictatorial, sin apenas darse cuenta, lo que no serviría de disculpa, o de manera perfectamente consciente, que es lo que me temo.

Los dirigentes de los partidos comienzan a emitir abundantes señales de que lo único que les importa es ganar, a cualquier precio, pero ganar. Sea para mantenerse en el poder o para llegar a él, la victoria es lo único que parece contar. Esta clase de doctrinas es comprensiblemente atractiva para los funcionarios políticos, para aquellos que no han hecho otra cosa en la vida que medrar a la sombra de los aparatos, pero resulta vomitiva, por emplear un término de moda, para quienes crean que la democracia debiera servir para algo más que para encumbrar a eminencias como las presentes.

La democracia se puede justificar de dos maneras. En primer lugar porque es la mejor forma de respetar la dignidad y la libertad de los ciudadanos, garantizando la imposibilidad del despotismo y de la arbitrariedad; en segundo lugar, por su eficacia para resolver problemas, para conseguir que triunfen las ideas de la mayoría, y para que se respete los derechos de quienes piensan de otro modo. No es concebible ninguna justificación de la democracia que pueda consistir en el mantenimiento del que está en el poder o en la mera llegada de otro. Para no quedarnos en generalidades, subrayemos dos actitudes típicas de la jibarización de la democracia con la que se nos quiere mantener a raya, una del PSOE, otra del PP.

Con motivo de la desdichada gestión gubernamental tras el apresamiento del Alakrana, ZP ha dejado escapar su pensamiento sin demasiadas precauciones. Escogiendo su tono más admonitorio, nos ha advertido que importunar al Gobierno, o a cualquiera de sus ministros, con preguntas impropias sobre la situación del barco y sobre nuestras gallardas maniobras para recuperarlo, es hacer el juego a los piratas. ¡Pobre gobierno, acosado a la vez por los piratas y por ciudadanos insensatos que quieren enterarse de lo que no les concierne! ¡Desdichado país en el que abundan los personajes que dudan de las intenciones y de las habilidades de sus gobernantes!

Una declaración como la de Zapatero muestra, a la vez, su ignorancia y su mala intención; el presidente no debe saber que los ciudadanos estamos en el derecho y en la obligación de ponerle en los aprietos que nos pluguiere, debe confundir la democracia con el gobierno de su partido en el que, como todos dependen de él, nadie osa llevarle la contraria. Zapatero preferirá, sin duda, el partido único, el instrumento que jamás molestará a ningún dirigente cuando se disponga a hacer algo por el bien de todos, faltaría más. A Zapatero le sobra la oposición, la prensa, y la libertad para poder ejecutar en la oscuridad y con la mayor eficacia las maniobras que le convengan que él suele confundir con nuestro bienestar. ¡Cuánto sufren los ZP de este mundo soportando a los malpensados y maledicentes! ¡Qué desagradecidos somos!

No es más estimulante el panorama si se mira hacia Génova. Muchos dirigentes del PP se aprestan a extender la idea, increíblemente miope, de que los problemas políticos son meras imaginaciones de personajillos ambiciosos e insolidarios que se empeñan en dificultar la carrera triunfal de don Mariano hacia la Moncloa. Para ellos, la única fuente de legitimidad parece consistir en la posibilidad de conseguir la victoria. Ahora bien, esta clase de razonamiento, si se le puede llamar así, confunde los resultados imaginarios con las razones políticas para desear, precisamente, la victoria. En democracia, los procedimientos siempre son esenciales, y no pueden reservarse únicamente para afear el proceder del adversario. Es verdad que la vida interna de los partidos tiene sus riesgos, y ha de desenvolverse con prudencia, pero quién, amparándose en esa cautela, pretenda cercenar la libertad, la discrepancia o la crítica, perderá cualquier legitimidad para reclamar la victoria en las urnas. El miedo a la libertad es algo más que el germen de la derrota.