El discurso de Esperanza Aguirre

Estos días, repletos de imágenes desdichadas que recuerdan la España más negra de los desastres goyescos, el presidente que ha de llegar en helicóptero al Parlamento catalán, mientras intentan arrebatarle el perro lazarillo al un diputado ciego, que de acuerdo con la férrea jerarquía de la partitocracia iba simplemente a píe, han relegado a segundo plano el discurso de investidura de Esperanza Aguirre. La presidenta madrileña tiene buen olfato y valor acreditado, y no ha dudado en aprovechar la oportunidad para hacer un discurso político notable y llamativo. Acostumbrados, como estamos, a que de las Autonomías no nos lleguen sino insolidaridad, particularismo y miserias, hay que celebrar que algún político se arriesgue a exhibir la parte más noble de su oficio, a arriesgar un debate de ideas. Para desgracia de todos, el antagonista principal, en lugar de fajarse con ese discurso, ha dado una vez más muestra de su condición diminuta proponiendo que “una comisión” dialogue con los indignados, esos que él toma por suyos, sin que se sepa muy bien debido a qué.
Esperanza Aguirre tras recordar que la mueven dos ideas a las que no piensa renunciar, el amor a España y a la libertad, ha dejado clara que su política liberal ha funcionado para beneficio común, de modo que pretende seguir adelante con mayor transparencia, más austeridad, y procurando una administración más eficaz. Esas palabras que, casi en cualquier otra boca, pueden resultar retórica de baratillo, resultan creíbles en labios de Aguirre porque ya ha mostrado que es capaz de aplicarlas, y, además, porque constituyen el elemento diferencial que permite explicar la mejor situación de las cuentas públicas de la Comunidad de Madrid, pese a las cargas disparatadas de ciertas políticas sociales que habría que redefinir para beneficio de todos.
Aguirre ha hecho algo más que afirmarse en una política de éxito cierto, ha tratado de imaginar de qué manera podría empezar a combatirse el divorcio creciente entre políticos y ciudadanos, cuyos síntomas no cesan manifestarse de mil modos, y no solo, por cierto, en el fenómeno de los acampados. La presidenta ha roto el marco habitual al proponer a la Cámara una modificación del régimen electoral que permitiría introducir distritos de menor tamaño, y haría razonable la posibilidad de desbloquear las listas electorales. Estoy seguro de que Esperanza Aguirre es muy consciente de que el talón de Aquiles de nuestra democracia está precisamente en que el sistema proporcional tiende a colocar las decisiones políticas exclusivamente  en manos de los partidos, haciendo que la elección de los representantes se limite a una especie de refrendo sin demasiada trascendencia.
Un sistema con distritos más pequeños posibilitaría  que esto empezare a corregirse, y que los españoles comenzásemos a ver las ventajas del sistema mayoritario con pequeños distritos, el sistema inglés, que favorece todo lo contrario, que los partidos tengan que estar mucho más atentos  a lo que desean y piensan sus electores e impide, sobre todo, que la carrera política pueda hacerse enteramente a espaldas de los ciudadanos, que es lo que ocurre hoy en día con la mayoría de los políticos profesionales, unas gentes que solo deben preocuparse de su posición en las diversas covachuelas, y de incrementar la predilección de los que mandan. Todo ello propicia la sumisión de la iniciativa política a una disciplina un tanto asnal que nada tiene que ver ni con la libertad ni con la democracia. Como es de esperar, el avispado Gómez ha sospechado inmediatamente de las muy perversas intenciones de la presidenta, a la que ha acusado de tener una ideología liberal como si la condenase por dar caramelos envenenados a los niños socialistas.

Es relativamente fácil despachar la iniciativa de Aguirre con un mohín despectivo, considerándola mero populismo, una muestra innecesaria de sensibilidad hacia lo que más se ha repetido en los corrillos de Sol, antes de que decidieran entregarse al acoso de los distintos Parlamentos. Sin embargo, la propuesta de la presidenta madrileña es valiente y oportuna porque significaría abrir una vía a la democratización de los partidos, ese mandato constitucional que produce tanta risa a los políticos que se jactan de conocer bien el sistema y de saber sacarle el  ciento por uno, aunque no, ciertamente, ni la gratitud ciudadana ni la fama imperecedera. Es muy notable que un político mantenga una conciencia clara de que su obligación es servir a la patria común y, en este caso, a los intereses de los madrileños, que sepa que está a su servicio y no por otra razón que porque ellos le otorgan su confianza y que, por saberlo, se apreste a sugerir sistemas que pueden incrementar de manera muy efectiva el control ciudadano, la libertad política de todos. Que Aguirre se atreva a proponer, como lo ha hecho, el debate sobre una cuestión tan decisiva  ha sido una noticia tan inesperada como excelente.


Abusos de las telefónicas

Una democracia sin libertades

Les recomiendo lean una breve nota sobre el peligroso refrito oportunista que se conoce como Ley Sinde, con una alusión delicada al PP

Los sucesos del norte de África, en Túnez y en Egipto, pero tal vez en más lugares, nos obligan a pensar no sólo en qué acabará pasando en esos países, sino también en el delicado equilibrio de exigencias y poderes que permiten la existencia de las democracias. Desde que la eclosión de individualismo que dio lugar a la creación del Estado liberal, una institución a la que se encargaba, sobre todo, la mediación en los conflictos entre ciudadanos y el mantenimiento de la paz civil, los Estados han ido avanzando con decisión en una tarea que siempre será sospechosa para los amantes de la libertad, a saber, la construcción y la legitimación de una sociedad cada vez más dependiente de sus decisiones y servicios, la creación de una opinión pública favorable a esas acciones tutelares y siempre más atenta a las cuestiones de tipo económico, al bienestar, que al estado de unas libertades que, aunque sea inexacto y peligroso, se dan siempre por supuestas. En ese marco institucional, la moral del colectivismo, plenamente partidaria del protagonismo creciente de los Estados, vino a ocupar sin mayores dificultades el espacio moral que en épocas anteriores había ocupado lo que Oakeshott denominaba “una moral de vínculos comunales”, ese tipo de moral que todavía reservamos, aunque no siempre, para nuestras relaciones familiares y privadas.
En democracias tardías como la española, ese proceso se ha dado con dos características muy singulares: con mayor confusión, porque veníamos de una sociedad explícitamente autoritaria y muy intervencionista en todo tipo de cuestiones, y con un ritmo más vivo que en otras partes, de modo que nadie se extraña que, a menos de cuatro décadas de democracia, haya gobiernos que legislan con toda tranquilidad, y con el aplauso de muy amplios sectores, sobre si podemos o no fumar, sobre la velocidad a que debamos conducir, o sobre cómo haya que atender a nuestros mayores y sobre los hábitos morales a inculcar en nuestros hijos. Se trata de que el intervencionismo y la plena abolición de la distinción entre lo privado y lo público gozan cada vez de mejor prensa entre nosotros, y no solo entre los que se sienten de izquierdas. Nadie, o casi nadie, reclama libertades, sino derechos, y la cuestión es si se puede sostener una democracia sobre esas bases ciudadanas o si, inevitablemente, el poder tenderá a hacerse cada vez más omnipresente, más estable y más protagonista de cuanto hagamos. Para muchos conciudadanos el caciquil “colocanos a todos” que le decían sus partidarios a Na talio Rivas sigue siendo el ideal de rendimiento de un político, sin pensar ni un momento el precio al que pagamos esos empleos políticos, como el PER andaluz o el archipiélago funcionario extremeño, que tanto irritan a muchos catalanes, y con toda razón. La gente no es consciente de que, por ejemplo, ha pagado a escote la Gala del cine, un espectáculo para el lucimiento de estrellas y artistas que, en general, el público no tiene demasiadas ganas de ver cuando tiene que pagar entradas.
Volvamos ahora a los movimientos políticos del Norte de África: será muy difícil que acaben desembocando en democracias en la medida en que no predomine en el espíritu de los que protestan contra Ben Alí o Mubarak un auténtico deseo de libertades y, en cierto modo, de desorden. Si lo que predomina son las demandas de subsidios o de enchufes, las oligarquías se las arreglarán para desprenderse de sus inútiles mascarones y continuar en lo de siempre, haciendo que todo cambie pero que todo siga igual.
En España, en la medida en que la democracia no ha acrecentado el interés de la gente por ser más libres, por tener más iniciativa, por poder vivir con riesgo cuando a cada cual le plazca, hemos multiplicado los aparatos del Estado, pasando de 700.000 funcionarios a más de 3.000.000, mal contados, desde 1975 hasta el presente. Aquí, de nuevo, todo parece estar atado y bien atado, conforme al lema del régimen anterior. Los partidos controlan ferreamente la sucesión en sus cúpulas, y es imposible que ningún descontento ni estado de opinión altere sus planes imperturbables. Por aquí y por allá se oyen llamamientos a la sociedad civil, pero es de temer que sea para fundar nuevos cortijos políticos. Estamos, por tanto, ante una democracia en la que apenas hay gentes dispuestas a plantar cara al poder, a recordarle sus límites, a decir que no. Quienes más debieran estar disconformes con este estado de cosas se limitan a sugerir que padecemos un gobierno incompetente, y nos prometen una tecnocracia más eficiente, mejores economistas, funcionarios más austeros, pero no se nos dice que debiéramos enfrentarnos a ese monstruo creciente de la burocracia que nos tiene al borde de la inanición y la desesperanza, porque de ese maná esperan también nutrirse ellos y los suyos, sobre todo, esos que descubrirán, cuando gane el PP, que siempre han sido de derechas, como ha pasado otras veces.

La nobleza de la política

Siempre he estado de acuerdo con Edmund Burke al pensar que la política es el más noble de los oficios humanos. Es obvio de que, como siempre que se habla de virtudes, hablamos de una posibilidad, de un óptimo que puede darse o no. De hecho, la imagen que tenemos habitualmente de la política se aparta bastante de la idealización y nos recuerda, con frecuencia, a un lodazal, pero la democracia se defiende, entre otras cosas, proclamando la nobleza esencial e ideal de las funciones políticas.
He pensado mucho en este tema mientras veía, y me sumaba, las muestras de alborozo de tantísima gente por un triunfo deportivo tan resonante como el del Mundial de fútbol en Sudáfrica. ¿Cómo es posible que tantas personas capaces de llorar de emoción ante un ejemplo de abnegación, de calidad, de compañerismo, de alegría, de unidad, y de mil cosas más, como el que ha dado el equipo de España, no sepan premiar con su elección a los políticos mejores y más nobles? Creo que la respuesta hay que buscarla en los reglamentos, en la letra pequeña, en la parcialidad de los árbitros.
Nuestra democracia es aún muy joven y ha desarrollado un sistema de representación y de partidos que constituye una caricatura de la democracia; nuestros políticos, en lugar de jugar un fútbol alegre, con clase y camaradería, se dedican a echar balones fuera y a buscar la tibia del contrario. Esto tendría que cambiar, pero requerirá probablemente tanta paciencia como la que hemos tenido los aficionados con la selección a lo largo de años escasamente brillantes, apenas épicos. La fuerza que ha de cambiarlo es el pueblo, empujando con sus críticas, participando más en los partidos, siendo más exigente con las cosas que los políticos nos dicen y con las que nos ocultan. Es una batalla larga, pero, al final, venceremos. No hay que olvidar nunca que los problemas de la democracia se curan con más democracia: en eso se parece también al fútbol.
Como decía Burke, “El pueblo no renuncia nunca a sus libertades sino bajo el engaño de una ilusión”, de manera que los ideales de la democracia se fundan mejor tras el desengaño, y eso lleva su tiempo, igual que conseguir la preciada Copa que muchos creyeron fuese imposible.

Una democracia demediada

Que nuestra democracia es mejorable, es algo que casi todo el mundo reconoce sin dificultad. Nadie en su sano juicio podría presumir de la corrupción, de la politización de la justicia, de la metástasis de las administraciones, de la debilidad del Parlamento, o de los excesos de la partitocracia, por citar algunos de los ejemplos más obvios.

Lo que resulta preocupante es que nuestros líderes no se limiten ya a no considerar esos defectos como objetivos de una agenda política digna, sino que empiecen a convertirse descaradamente en apologetas de esas limitaciones. Así sucede cuando se nos propone disimular los males de la democracia disminuyendo nuestras exigencias, es decir, con menos democracia todavía, en lugar de combatir, como debiera ser, los males de la democracia con una democracia cada vez más exigente. Lo que está pasando, ni más ni menos, es que los líderes de los partidos están empezando a dejar de ser demócratas, a comportarse de manera despótica o dictatorial, sin apenas darse cuenta, lo que no serviría de disculpa, o de manera perfectamente consciente, que es lo que me temo.

Los dirigentes de los partidos comienzan a emitir abundantes señales de que lo único que les importa es ganar, a cualquier precio, pero ganar. Sea para mantenerse en el poder o para llegar a él, la victoria es lo único que parece contar. Esta clase de doctrinas es comprensiblemente atractiva para los funcionarios políticos, para aquellos que no han hecho otra cosa en la vida que medrar a la sombra de los aparatos, pero resulta vomitiva, por emplear un término de moda, para quienes crean que la democracia debiera servir para algo más que para encumbrar a eminencias como las presentes.

La democracia se puede justificar de dos maneras. En primer lugar porque es la mejor forma de respetar la dignidad y la libertad de los ciudadanos, garantizando la imposibilidad del despotismo y de la arbitrariedad; en segundo lugar, por su eficacia para resolver problemas, para conseguir que triunfen las ideas de la mayoría, y para que se respete los derechos de quienes piensan de otro modo. No es concebible ninguna justificación de la democracia que pueda consistir en el mantenimiento del que está en el poder o en la mera llegada de otro. Para no quedarnos en generalidades, subrayemos dos actitudes típicas de la jibarización de la democracia con la que se nos quiere mantener a raya, una del PSOE, otra del PP.

Con motivo de la desdichada gestión gubernamental tras el apresamiento del Alakrana, ZP ha dejado escapar su pensamiento sin demasiadas precauciones. Escogiendo su tono más admonitorio, nos ha advertido que importunar al Gobierno, o a cualquiera de sus ministros, con preguntas impropias sobre la situación del barco y sobre nuestras gallardas maniobras para recuperarlo, es hacer el juego a los piratas. ¡Pobre gobierno, acosado a la vez por los piratas y por ciudadanos insensatos que quieren enterarse de lo que no les concierne! ¡Desdichado país en el que abundan los personajes que dudan de las intenciones y de las habilidades de sus gobernantes!

Una declaración como la de Zapatero muestra, a la vez, su ignorancia y su mala intención; el presidente no debe saber que los ciudadanos estamos en el derecho y en la obligación de ponerle en los aprietos que nos pluguiere, debe confundir la democracia con el gobierno de su partido en el que, como todos dependen de él, nadie osa llevarle la contraria. Zapatero preferirá, sin duda, el partido único, el instrumento que jamás molestará a ningún dirigente cuando se disponga a hacer algo por el bien de todos, faltaría más. A Zapatero le sobra la oposición, la prensa, y la libertad para poder ejecutar en la oscuridad y con la mayor eficacia las maniobras que le convengan que él suele confundir con nuestro bienestar. ¡Cuánto sufren los ZP de este mundo soportando a los malpensados y maledicentes! ¡Qué desagradecidos somos!

No es más estimulante el panorama si se mira hacia Génova. Muchos dirigentes del PP se aprestan a extender la idea, increíblemente miope, de que los problemas políticos son meras imaginaciones de personajillos ambiciosos e insolidarios que se empeñan en dificultar la carrera triunfal de don Mariano hacia la Moncloa. Para ellos, la única fuente de legitimidad parece consistir en la posibilidad de conseguir la victoria. Ahora bien, esta clase de razonamiento, si se le puede llamar así, confunde los resultados imaginarios con las razones políticas para desear, precisamente, la victoria. En democracia, los procedimientos siempre son esenciales, y no pueden reservarse únicamente para afear el proceder del adversario. Es verdad que la vida interna de los partidos tiene sus riesgos, y ha de desenvolverse con prudencia, pero quién, amparándose en esa cautela, pretenda cercenar la libertad, la discrepancia o la crítica, perderá cualquier legitimidad para reclamar la victoria en las urnas. El miedo a la libertad es algo más que el germen de la derrota.

La tentación argentina

Los optimistas que queden en España seguirán pensando que el remedio a los problemas de la democracia consiste en más democracia; sin duda, aciertan, pero en teoría, porque lo que en verdad sucede en la práctica, es que las democracias pueden ir a más, o a menos, y no es muy seguro que la actual democracia española vaya a más. Para empezar, es digno de toda preocupación el empeño del gobierno, de la izquierda en general, por evitar que sea posible una alternativa electoral con garantías de éxito. Desde los pactos del Tinell, nunca un salón tan noble se empleó para fines tan bellacos, ha sido sobradamente evidente que las gentes de Zapatero no tenían ninguna simpatía por la alternancia, que consideraban que los ocho años de Aznar fueron un error que no debiera repetirse. El juego sucio, que siempre parece defendible cuando se emplea en una finalidad sagrada, es un corolario de esa convicción.

Lo siento por los optimistas, pero me, si me permiten el juego de palabras, me parece que la posibilidad de una alternativa electoral, empieza a no ser la única alternativa, lo que, dicho sea de paso, obliga a quienes realmente creemos en la democracia liberal a esforzarnos para que el poder actual pueda ser legítimamente derrocado por procedimientos constitucionales, en las urnas o en el Congreso.

Son muchos los que creen que el triunfo de Rajoy será inevitable, con la que está cayendo. Pecan, a mi entender, de un optimismo excesivo, cegador. Para comprenderlo, bastará con mirar hacia la República Argentina. El vasto país sudamericano era una nación extraordinariamente próspera en todos los terrenos, desde la agricultura a la ciencia, pasando por la literatura, hasta que se infectó de un virus para el que no parece existir vacuna fiable, el populismo peronista. Con ligeros altibajos e interrupciones, el peronismo ha conducido a ese país a un nivel de pobreza que escandaliza, pero lo grave es que los argentinos siguen votando a Kirchner, al esposo y a la esposa, como si nada de lo que les ha ocurrido en los últimos sesenta años tuviese que ver con las políticas, absolutamente corruptas, mentirosas y demagógicas del peronismo.

Nosotros no hemos llegado a ser tan prósperos como lo era la Argentina de entreguerras, pero, a nuestra manera, también salimos de la pobreza. Se diría que nos ha atacado una especie de mal de altura, y que estamos dispuestos a volver a toda prisa hacia el régimen de escasez y subsidio que los mayores todavía conservamos nítidamente en la memoria. No me cabe duda de que es a eso hacia lo que nos lleva la demagogia política de nuestro dicharachero presidente que, por lo demás, no se recata a la hora de admirar a los líderes que están arruinando en Hispanoamérica los escasos brotes de democracia que habían aparecido en los últimos años.

No se puede ignorar la posibilidad de que se produzca un empobrecimiento general de la sociedad española, una vuelta al auxilio social y a los comedores públicos, esta vez no de la Falange, sino sindicales, sin que ello acarree la ruina política de los responsables del descalabro colectivo. Y no se puede negar porque resulta evidente que, tras negar la crisis económica y mostrar una evidente falta de interés en atajarla, tras llevar al paro a millones de personas, los votos socialistas siguen prácticamente como en 2004. Buena parte de los electores españoles siguen creyendo a píes juntillas las enormes mentiras que les dice su presidente, y estarán dispuestos a seguirle creyendo aunque nuestra situación, cosa que puede pasar, llegue a ser crónica y desesperada, como lo ha sido y lo sigue siendo en Argentina.

Si algo como esto ocurriese, la responsabilidad política de Rajoy y de los suyos no sería mucho menor que la de los causantes del desastre. No se dice esto por repartir de manera salomónica las responsabilidades, sino porque cabe sospechar que las gentes de Génova siguen siendo optimistas y creyendo que la mera crisis les llevará el cadáver de Zapatero a sus puertas.

Creo que son muchos los españoles que piensan que las armas que el PP emplea en su oposición, son armas trucadas por el enemigo, y fallan de manera lastimosa. Debieran aprender de sus triunfos, sin seguir funcionando con estilos que, en el pasado, le llevaron abundantemente a la derrota. Reconozco que se me revuelven las tripas cuando sus responsables se han quejado de que no haya habido manifestaciones por los muertos en el incendio de Guadalajara, o en el vertido de fuel en Algeciras; cuando subrayan la obviedad de que en Afganistán hay una guerra, cuando se quejan de que la Fiscalía les persigue más a ellos que a la izquierda, cuando pretenden ser más ecologistas o más sociales. La izquierda está consiguiendo que la cúpula del PP baile a su son, y que se olvide de lo único importante: no necesitamos un PP que imite la oposición del PSOE, sino una fuerza persuasiva que sepa convencer a los españoles de que, salvo que quieran argentinizarse, con los planes del PP, nos iría mejor.

[Publicado en El Confidencial]

La obra inútil

La mayoría de los españoles tiene una visión ingenua y descuidada del gasto público. Nuestra moral colectiva sigue siendo la de una sociedad que aprecia la decencia, que desprecia al ladrón y que cree en la necesidad de que los impuestos cubran determinadas demandas con generosidad. Si a esto se añade que una amplia mayoría es perfectamente inconsciente del monto real de los impuestos que paga, se comprende que no sintamos de manera imperiosa la necesidad de que se nos dé cuenta de qué se hace con nuestro dinero. Sin embargo, esa es una de las funciones esenciales de los sistemas de representación; evitar la rapiña del rey ha sido siempre una de las misiones básicas de los parlamentos. La confusión entre el legislativo y el ejecutivo que nos traemos, desatiende esa función, que se suele confundir con los ritos de oposición sin otro motivo que la oposición misma.

Es preciso ser muy ingenuo para que se pueda suponer que la desatención al destino de nuestros caudales, una vez en manos de los poderes públicos, se vea suplida por el esmero de estos. Nuestros impuestos significan poder para los políticos, y si no los aumentan al infinito es porque saben que no les dejaríamos; además, muchos, pero no todos, creen que la situación económica se volvería imposible, también para ellos. Como es notorio, nuestro presidente no pertenece al grupo de los que creen que haya alguna clase de reglas objetivas para la economía.

La tendencia del político a gastar alegremente el presupuesto es un dato que no cabe discutir. Sólo una vigilancia constante y un sistema legal basado en una serie inteligente de cautelas pueden evitar que los políticos tiren la casa por la ventana, como si fueran nuevos ricos.

Con este panorama, los ciudadanos deberíamos aprender a ser especialmente críticos con los gastos de dudosa justificación, con las obras inútiles. Entiéndase bien, todo gasto es útil para el que lo hace, incluso sin pensar de inmediato en corruptelas de todo tipo, que las hay, porque el gasto siempre beneficia a alguien y, por tanto, al político que otorga el favor. Pero el interés del político no coincide milagrosamente con el nuestro, especialmente cuando se empeña en aumentar el presupuesto de que dispone, en sacarnos más dinero, o en acrecentar el déficit, lo que tiene efectos aún más perversos que el puro dispendio.

Al poco tiempo de iniciarse la democracia en los ayuntamientos, recibí una amable carta del concejal de mi distrito en la que se me comunicaba que se iban a cambiar las aceras del barrio para hacerlas más humanas; la verdad es que las aceras del barrio estaban en un estado perfectamente aceptable, de manera que el educado concejal quería ocultar un gasto absolutamente innecesario con un paupérrimo rollo pre-ecológico sobre las aceras, y tras la amabilidad inédita de dirigir una carta al personal. Yo me indigné y contesté con juvenil insolencia a la carta concejil, aunque naturalmente no obtuve respuesta. Hoy sé que ese concejal es un pequeño magnate de la construcción, y sé también que algo habrá tenido que ver su preocupación por la humanidad de las aceras, y su empeño por gastar en su propio beneficio, con la prosperidad de su carrera personal.

Cuando se aplica un saludable escepticismo al principio político de que todo gasto está justificado, se comienza a ser un ciudadano consciente y se puede empezar a tener un criterio político propio, más allá de las insignes vaguedades con la que, unos y otros, tratan de comprar nuestra conciencia. Sin embargo, si se ven las cosas de este modo, se corre un serio riesgo, a saber, el de estar en un estado de casi permanente indignación. Los impúdicos carteles que anuncian por toda España las infamantes chapuzas del llamado plan E de Zapatero, son un auténtico insulto, una forma de tirar el dinero que no tenemos para aparentar una actividad que no existe, un truco para simular la creación de un empleo ilusorio, una campaña destinada únicamente a engañarnos. Que el PSOE se atreva con una iniciativa de este estilo, indica hasta qué punto desprecia nuestra debilísima cultura política, cómo se cisca en la inocencia de quienes creen en los discursos que nos endilgan.

Ayer quise acudir a un edificio municipal a pagar una multa absolutamente injusta, como espero, aunque no mucho, que se demuestre en la corte de justicia, y me encontré que el susodicho y magnífico edificio, situado en una de las mejores calles de Madrid y con menos de treinta años, estaba patas arriba; el ayuntamiento que inventó las aceras humanas, el que nunca recibe las comunicaciones que se le mandan cuando esa supuesta omisión del deber de informar sirve para aumentar el monto de las sanciones, el ayuntamiento que solo se va a gastar 400 millones de euros en su traslado, está rehaciendo un edificio dedicado a la recaudación desmelenada con dineros del plan E de Zapatero. Y luego dicen que el PP no colabora en los asuntos de Estado, cuando la pasta está en juego.

[Publicado en El Confidencial)

La conciencia y los ministros

Dentro del programa veraniego del gobierno le ha tocado al ministro de justicia hacer de ministro de jornada. Ha dicho cosas curiosas y sorprendentes, aunque la sorpresa es menor si se tiene en cuenta la elevada conciencia de superioridad que muestran estos ministros de un gobierno desvencijado pero siempre impertinente. El ministro ha dicho que no ha lugar a la objeción para los médicos en el caso del aborto. Al parecer esto le parece una cosa religiosa enteramente fuera de lugar en el ámbito civil, que es en el que él manda, aunque por delegación.

Esto me recuerda a una estupenda anécdota de Lenin que cuenta Martin Amis en su excelente libro sobre Stalin y el comunismo. El partido de Lenin siempre se había opuesto a la pena de muerte en tiempos de los zares y, como ya en el poder, habían ejecutado a unos miles, un dirigente le hizo notar a Lenin la contradicción y Lenin le contesto: “¡Bah, paparruchas!”, aunque no recuerdo si hizo algo más. Pues bien, a nuestra izquierda le parece que son paparruchas los principios que defendieron para llegar al poder, y entre ellos, la objeción de conciencia. Con ello denotan una enorme desvergüenza, pero también algo más profundo, a saber, que les importa una higa lo que puedan pensar los demás, que no respetan la ni la conciencia ni la libertad ajena, y no lo hacen porque tienen una idea meramente instrumental de la libertad y de la conciencia.

Puede decir el ministro lo que quiera, que para eso es ministro, pero cualquier persona con un mínimo de conciencia de su dignidad sabe con claramente que uno de los rasgos de la democracia liberal es el respeto inherente a la conciencia individual, respeto del que nacen todas las libertades que, de otro modo, pierden completamente su sentido. No hay en esto ni el más mínimo atisbo de religiosidad, es un asunto puramente civil, pero es una cuestión decisiva. En ello reside, precisamente, la diferencia entre una democracia liberal y un régimen absolutista, aunque el ministro aparente ignorarlo porque se lo manden.