Una de las cosas más molestas que tiene la afición futbolística, tal como se vive entre nosotros, es que no le deja a uno admirar debidamente el juego de los rivales, aunque sean extraordinarios. Hablando en plata, que los que somos madridistas tenemos un permanente conflicto de conciencia a cuenta de lo bien que está jugando el Barça.
Nuestro madridismo nos lleva a desear la derrota de los azulgranas, pero como nos gusta el fútbol, no tenemos más remedio que admitir que, a día de hoy, el fútbol del Barça es infinitamente superior al del equipo de nuestros amores. Lo que ocurre es que los culés nos acosan inmediatamente con el recuerdo del reciente y doloroso 2-6 y el de otras humillantes derrotas (aquel 5-0 del dream team y otras vejaciones de las que prefiero no acordarme), y eso nos impide ejercer la grandeza de espíritu necesaria para reconocer que lo de Iniesta y Xavi es un auténtico portento.
Yo soñaba secretamente con que el Inter de Etoo eliminase al Barça de la Champions, pero ahora que no me oye nadie, tengo que decir que me alegro infinitamente de que ese fútbol maravilloso haya puesto en su sitio al fútbol rácano y marrullero que se hace en el país trasalpino. Naturalmente espero que el Madrid le gane al Barça el próximo domingo, pero porque me gusta creer en los milagros. Lo que me aterra, sin embargo, es la sospecha de que podamos estar entrando en una etapa en que la estadística ya no nos sirva de consuelo.