Poder absoluto

En 1996, Clint Eastwood dirigió una de sus indiscutibles obras maestras, Poder absoluto, una historia protagonizada por un ciudadano escasamente ejemplar, una especie de ladrón honrado, que no se rinde ante el poder, pero sí cree en la democracia, un tipo raro, vamos. Resulta evidente la parábola política de Eastwood, un republicano en cualquiera de los sentidos del término, poco dado a la lisonja con los excesos de poder. En su película, Allen Richmond, el presidente americano, magistralmente interpretado por Gene Hackman, trata de librarse de las consecuencias de un crimen pasional haciendo uso de la protección excepcional que le confiere su cargo. Pero la presión conjunta de un policía honesto, y el ladrón que ha sido testigo oculto del delito, acaban por provocar el suicidio del presidente y la detención de quienes fueron más fieles al poder que a las leyes de la democracia. El espectador comprende que un ladrón resulta más decente que el político que miente y abusa de su poder, poniéndose por encima de la democracia y de la ley.

Nuestra cultura política no ha sido proclive a las cautelas para combatir las patologías típicas del poder. Aquí las leyes prevén la excepción para el que está arriba, el aforamiento, la inimputabilidad incluso. La tradición anglosajona, en la que alguna vez se cortó la cabeza a un rey rebelde, es mucho más cuidadosa, y parte de que una de las cosas que hay que prevenir es la desviación y el abuso de poder, porque el poder corrompe siempre, y el poder absoluto corrompe absolutamente, como decía Lord Acton.
Nuestro risueño presidente no cree que sul poder deba reconocer límites. Quizá sea esa una de las pocas características que comparte con algunos de los socialistas más veteranos, la convicción de que la legitimidad de los electos, siempre que sean de izquierdas, no consiente límite alguno. Por eso recurre con facilidad a medidas que ponen en riesgo la estabilidad del sistema, con tal de que lo consoliden a él. Zapatero cree que, así como el Rey Sol pudo decir aquello de “L’Etat c’est moi”, él puede actuar como si lo que le conviene, fuese bueno para todos.
Una de las formas de corromper la democracia es la provocación del exceso. Eso es lo que Zapatero ha hecho casi sistemáticamente desde que llegó al gobierno; su menosprecio absoluto por la tradición liberal, por el respeto al buen sentido, le han permitido decisiones que nadie con buen discernimiento hubiera tomado, al menos de esa manera. Su sentada ante la bandera americana, y su retirada desleal de las tropas en Irak, no se han curado con oraciones hipócritas a la vera de Obama. Su apuesta insensata por un nuevo Estatuto catalán que solo servía, en realidad, para sentarse más cómodamente en la Moncloa, le ha dado incontables disgustos, menos en cualquier caso que al conjunto de los españoles. El 6 a 4 del Tribunal Constitucional, por provisional que sea, ha debido de sentarle, por cierto, como un rejón ardiente, y ha servido para mostrar que quedan en algunos sectores de la izquierda las dosis de racionalidad y patriotismo necesarias para que pueda resurgir tras las ruinas irrecuperables que dejará Zapatero.
Tal vez sea su conducta ante la crisis económica lo que mejor muestra su convicción de que el poder es absoluto, o no es nada. Por increíble que resulte, ha actuado siempre como si la crisis no tuviese nada que ver con la acción del gobierno, como si bastaran unas consignas suavemente bobas para que el país se recuperare; cuando ha visto que eso no ocurre, y que su cotización electoral está severamente en riesgo, ha hecho lo que hacen todos los iluminados: huir hacia adelante, tratar de poner al país en píe ante las amenazas de la derecha, ante la vuelta de Falange, ante la resurrección de Franco.
No se trata ya de un prurito izquierdista y radical; se trata de una voluntad decidida de reescribir la historia, de ganar la guerra que se perdió, de borrar las huellas morales de la transición, de romper los falsos consensos en que, a su juicio, se ha fundado nuestra democracia, un sistema falseado en que, ¡por dos veces!, ha podido ganar la derecha. De momento parece guardar alguna de las formas más elementales, pero veremos a dónde llega si las encuestas, y la tozuda realidad, le siguen siendo adversas. No me cabe duda de que de poder actuar como la Reina roja ya habría cortado algunas cabezas, y que de su fecunda imaginación surgirán algunas leyes de excepción, si el caso lo requiere, que se aprobarán mansamente por los diputados que apacienta, y por las minorías que han hecho de la carroña política una de las bellas artes.
Con las dificultades y matices del caso, una minoría valiente de jueces ha podido librarnos de un dictamen melifluo y favorable a la mayor serie de disparates que haya aprobado nunca un parlamento español. Con ser ejemplar esa conducta, no es suficiente. Muchos son los que tendrán que hacer algo más para acabar con esta quimera de poder absoluto.