Apenas conozco a Jesús Neira, pero, por lo que he leído sobre él, y de él, me parece una figura un tanto trágica. No concuerdo con casi ninguna de sus opiniones, me refiero a las que ha expresado públicamente, pero hay una cosa que ha dicho con la que tengo que estar enteramente de acuerdo. Me refiero a su observación sobre la absurda forma en que funciona la justicia en España: los casos graves mueren de viejos en los tribunales, pero apenas ha bastado una semana para juzgarle por un delito menor, cuya gravedad él discute con argumentos que seguramente servirían para no condenarlo, de no ser Jesús Neira.
Su ascenso al estrellato no presagiaba nada bueno, y fue una muestra fehaciente de la frivolidad general en la que se mueve tanto la vida pública como el conjunto de los medios de comunicación. Se hizo de él un héroe por razones equívocas, y enseguida empezó a sufrir ataques por lo intemperante de sus opiniones sobre cualquier cosa. Se trató de un caso más de la increíble costumbre española de preguntar a los nuevos famosos sobre los asuntos más inverosímiles. Neira, que es profesor de Teoría del estado, o algo así, empezó a pronunciarse sobre lo divino y lo humano, y dijo algunas cosas sobre nuestro sistema político que molestaron los delicados oídos de algunos gerifaltes que, inmediatamente, ordenaron la caza y captura de un personaje tan poco convencional. Los perros guardianes de lo establecido comenzaron a morder, y él no supo guardar las distancias. Ahora se le ha condenado con celeridad por romper uno de los nuevos mitos morales, por una conducta supuestamente temeraria en la carretera.
No sé si será el final de una figura pública tan endeblemente construida, pero siento piedad por una persona real tan maltratada en el éxito y en la adversidad.
El caso Neira es un retrato de nuestra endeblez moral, de nuestra hipocresía, de nuestra infinita frivolidad política y, como no, de la ignorancia reinante.