Los españoles estamos siendo duramente golpeados por un tema capaz de aburrir a las ovejas, la cosa vasca. Si no fuera por la cantidad de muertos y de daño que han hecho estos sujetos, el asunto no merecería otra cosa que el más profundo desprecio, eso es lo que pasaría en un país digno, pero en España ni hablar.
Llevamos años empeñados en hacer mal las cosas, y, lo que es peor, en deshacerlas cuando, por un casual, se empiezan a hacer bien. El tostón vasco estaba encarrilado, pero ha tenido que venir Zapatero a mostrarnos lo genial que es y a liarla de nuevo. No voy a gastar ni una letra más en manifestar la repulsa que me produce esa actitud tan cobarde, pero hay un asunto del que no quiero dejar de hablar, precisamente porque no soy jurista. El Tribunal Constitucional en lugar de hacer su trabajo con honor y dignidad, ha decidido, una vez más, que a él nadie le gana en servilismo y que se siente muy capaz de hacer cualquier encargo que se le haga. ¡Qué vergüenza de país! Es increíble la facilidad con la que los más altos honores y dignidades del Estado se postran ante el dedo todopoderoso, la tranquilidad y el cinismo con el que se ciscan en lo que haga falta con tal de no dejar insatisfecho a quien les puso en lugar al que nunca debieran haber llegado. El Tribunal Constitucional es una vergüenza nacional, así de simple, y no porque no esté de acuerdo con el significado político de sus sentencias, esta vez tan rápida que causa espanto, un asunto que no tendría inconveniente en discutir, aunque ya queda dicho que el tema aburre a las ovejas, sino por el hecho de que se hace evidente que este Tribunal se ha quedado para siempre con la imagen que el chiste atribuía a la Benemérita, cualquier día podría declarar a quien conviniere culpable de la muerte de Manolete. ¿Cuándo se hartará este país de sectarios de soportar, con paciencia infinita, que los que están más obligados a la objetividad y el respeto a las formas se las pasen por salva sea la parte?
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