Comentando a Hegel, Carlos Marx escribió que en la historia tienden a repetirse ciertas escenas, pero a hacerlo sin grandeza, con tono de farsa. Esa es la sensación inevitable al comparar los dos finales de período socialista, lo ocurrido en 1996 y lo que ahora sucede. Una crisis económica espectacular; un alto grado de desafección con el sistema, sobre todo entre quienes quisieran que la democracia se redujese al triunfo permanente de la izquierda; un déficit económico galopante debido a un gasto público descontrolado y estéril; las falsas promesas de recuperación, esos “brotes verdes” de los que habló Salgado, y que se han secado antes de llegar a nacer; una corrupción generalizada que evidencia cómo muchos líderes de la izquierda no sirven a otro interés político que al crecimiento inexplicable de su patrimonio, propósito que sólo han podido mantener con una Justicia politizada y amordaza, al servicio no ya del socialismo, sino del enriquecimiento de unos pocos; una descomposición total del PSOE moviéndose al grito de “sálvese quién pueda”.
Sin embargo, lo que llama más la atención es lo que gira en torno a Alfredo Pérez Rubalcaba, el único personaje que ha ocupado un papel decisivo en ambos finales, y que, por insólito que resulte, ha sido finalmente escogido como tabla de salvación de su partido, apostando, sin duda, por el apoyo de unos electores a los que la ley, la justicia y el estado de derecho, deberá importar bastante menos que las llamadas a la fidelidad a unas siglas, olvidando por completo cuanto se ha hecho bajo su amparo, fieles a ese estúpido slogan que establece que socialismo es lo que hagan los socialistas.
El ahora candidato del PSOE, es una figura política indisociable de los crímenes y el escándalo del GAL, y ha sido también el responsable político de la más inaudita actuación imaginable por parte de un Ministerio del Interior. Que los mandos superiores de la policía, directamente a sus órdenes, hayan facilitado a los etarras escapar a manos de la Justicia, es algo cuya enorme gravedad ni siquiera admite la comparación con el GAL. En tal caso, al menos, se trataba de acabar de mala manera con la ETA, y es verosímil que un policía se extralimite, pero no que se invente una “política de paz”. Salvo en ese matiz, en nada pequeño, el resto de la partitura es idéntica: el juez Garzón haciendo méritos a base de guardar el caso en los cajones, el ministro de Presidencia, fiel a la consigna de que se acatan solo las decisiones judiciales favorables, acusando al juez Ruz de politización, o el segundo de Rubalcaba, ahora su sucesor como ministro en este Gobierno terminal, llegando a declarar que los policías actúan siempre “a su aire”, como si no recordásemos todos las proclamas zapateristas sobre la paz, y la exquisita diligencia del Ministerio del Interior para seguir las altas directrices, tan desastrosas como nítidas, de nuestro visionario presidente que se ha empeñado en “hacer la paz” a costa de la democracia y de la dignidad de los españoles decentes.
El caso Faisán se ha convertido en la guinda amarga de los grotescos intentos del mal llamado proceso de paz, y, en un país cuyas instituciones no estuviesen tan deterioradas por el partidismo como están las nuestras, debería suponer la tumba política de un personaje como Rubalcaba, por más que se haya apresurado a sacudirse el polvo del zapaterismo como si él hubiese estado estos siete años en la inexistente oposición interna, o de vacaciones.