Hacia 1830 Arthur Schopenhauer comenzó a publicar una serie de textos breves sobre el arte de la controversia, o la manera de tener siempre razón, que, finalmente, se reunieron en un libro con esos títulos, precisamente. El objetivo, irónicamente descrito por el filósofo, de todas esas estratagemas no era otro que derrotar al oponente, y una de las reglas más innovadoras del catálogo del pensador alemán, era, precisamente, la que aconseja la necesidad de seducir a la audiencia, porque resulta ser algo mucho más importante que tratar de convencer al rival dialéctico. El libro, que todavía se lee con provecho, nos puede parecer hoy bastante ingenuo porque las estrategias de la retórica se han sofisticado mucho, o, dicho de otra manera, las tragaderas del público se han hecho mayores. Otro alemán perfeccionó mucho esta técnicas siguiendo la pista de su compatriota: se llamaba Goebbels y, aunque ningún político se atreverá a mencionarlo, son muchos los que lo imitan, además de que, no sin cierto disimulo, es considerado un profeta en muchas escuelas de negocios.
La mejor manera de entregarse por completo a la tarea de convencer de lo que haga falta es no tener absolutamente ninguna convicción firme, convertirse en un vendedor, en el peor sentido de la palabra. Felipe González volvió de China repitiendo aquello de que lo importante, fuese blanco o negro, es que el gato cace ratones, y no es especialmente difícil dar el paso siguiente diciendo que si se cazan ratones no importa nada quién haya hecho de gato. Muchos políticos actúan de manera puramente pragmática, buscando simplemente que los electores estén contentos, lo que requiere grandes dosis de persuasión y de propaganda, no que se hagan las cosas bien, y menos aún, cuando esas políticas puedan provocar tensiones o disgustos entre los partidarios. Si el fin es ganar elecciones, y para ello vale cualquier medio, la mentira se admitirá por todos los que están deseosos de hacerlo, y mejor cuanto más enorme sea.
La pretensión de que el fin pueda justificar cualquier cosa que fuere necesario para lograrlo, circula con gran facilidad en la política y solo se detiene, hipócritamente, cuando se tocan algunos de los tabúes que se veneran en nuestra sociedad, generalmente no para dejar de hacer algo, sino para hacerlo sin que se note. La propaganda ha adquirido una importancia política desmesurada de modo que los políticos puedan tapar con retórica lo que no quieran que salte a la vista. El gobierno socialista, que ha hecho tantas cosas mal, ha alcanzado en este punto un cierta excelencia: baste recordar que se atrevieron a presentar su nueva ley del aborto como un texto que garantizaba los derechos de los no nacidos.
El tributo que hoy se paga a las apariencias es muy alto. Corremos el riesgo de que la política acabe reducida a mera simulación, a hacer que parezca que se hace algo. Lo mismo vale para el decir: se puede decir lo contrario de lo que se dijo tratando de mostrar que no hay contradicción alguna, ahí está el detalle que diría Cantinflas. Así se comportan muchos políticos cuando dicen hoy algo que acabarán por negar, sin el menor rubor, unos meses después, si les place. Hay algo patético en esas conversiones, por ejemplo, en ver a Rubalcaba apoyar con empeño la reforma constitucional de la que se carcajeó hace un año. Es una forma muy cínica de hacer verdad aquello de que socialismo es lo que hacen los socialistas, de manera que siempre aciertan, digan lo que digan.
Muchos políticos se dedican a hacer de la mentira verdad, y de la verdad mentira. Schopenhauer, y desde luego Goebbels, sabían que la trampa es posible por la enorme credulidad del público, que no puede ni imaginar que se le esté engañando por sistema. Lo peor es que quienes viven del engaño se saben en precario, y tienen que comprar las adhesiones a sus mentiras a precios cada vez más altos. Estos días se puede ver La deuda, una película que plantea con crudeza el debate moral entre dar a conocer una verdad que puede perjudicar, o, por el contrario, sostener una mentira que beneficie a todos. La verdad, sin embargo, es la que es y, más pronto que tarde, se toma su venganza, como efectivamente acontece en esta historia sobre una acción fallida del Mossad israelí.
La libertad política, y la libertad real de todos y cada uno de nosotros, depende de que sepamos oponernos a que la mentira se convierta en moneda corriente, a que se desplace completamente del mercado de la opinión cualquier análisis mínimamente riguroso y complejo de las cosas. Es muy peligroso que, entre crédulos e interesados, se vaya formando un clima social favorable a que el mentiroso se vea convertido en héroe, a que sus engaños se presenten como profecías, a que sus contradicciones se presenten como signos de una sabiduría política superior. Quien quiera romper con esta situación insana deberá alejarse mucho del lenguaje establecido, ese brebaje en el que se han diluido pacientemente una serie de mentiras básicas, y que impide reconocer con facilidad que dos y dos siguen siendo cuatro.