El caso de los niños supuestamente quemados por su padre en Córdoba está rebasando todos los límites concebibles en el respeto a la presunción de inocencia, y está sirviendo para que las autoridades dejen de cumplir escrupulosamente con su función, y se dediquen a balancearse en los minutos de gloria que provoca la marea del morbo y la indignación popular.
Que el ministro del Interior continúe con su estela de aciertos convirtiéndose en portavoz de un caso que debería ser exclusivamente policial, era previsible, pero muy lamentable. Este ministro es una pesadilla, la verdad. Que el jefe del grupo de investigación, un comandante de la policía, vaya por las televisiones participando en programas de gran audiencia y mostrando que, en la práctica, toda suerte de cautelas, profesionales y éticas, están para que cualquiera se las salte cuando convenga es desolador.
Creo que es bastante verosímil que el padre cordobés sea culpable de cuanto se imagina, pero la verosimilitud no debería arrasar con la presunción de inocencia. No se ha demostrado que los restos sean de los niños, ni que él los haya dejado allí haciéndolos arder, por mucho que eso seduzca a los calenturientos y a los ayatolás del antimachismo feminista de género. Hay mil hipótesis alternativas que debieran ser descartadas con un mínimo rigor antes de condenar a un sospechoso, por antipático que parezca. Por mencionar solo un par de motivos de sospecha contrario al canónico: ¿qué razón podría tener el supuesto asesino para quemar a sus hijos en el primer lugar en que podía imaginar se investigaría?
Parece obvio que el padre haya podido quererse vengar de su mujer, y menos obvio lo contrario. Pero parecer no es probar, y menos con las chapuceras investigaciones policiales que parecen ser corrientes en Andalucía. Además, es bastante infrecuente y extraño que la venganza induzca al asesinato de unos hijos.
Lo más probable, sin embargo, es que lo que se sospecha unánimemente sea bastante cierto, pero para estos casos se fabricaron las cautelas.
El Corte Inglés
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