Se encoge el corazón pensando si sabremos superar inteligentemente el desafío de Mas. No será fácil, bastó el debate en El gato al agua entre Josep Maria Gay, Ernesto Juan Viladrich y Alejo Vidal Cuadras, tres catalanes de solera, para entenderlo.
El separatismo plantea un escenario que requiere una combinación de serenidad, comprensión, firmeza y afecto. Lo peor es que se funda en los graves defectos de nuestro sistema, en el hábito partidista de olvidarse de lo esencial, de la libertad y de la dignidad. En una democracia plena nadie osaría manipular los sentimientos con tanta desvergüenza para no alterar a los mandarines.
Juegan con fuego quienes se oponen a una unidad pacífica y multisecular, pero también les ayudan los que han carecido de valor para defender a España y los españoles de la marea negacionista fomentada por irresponsables dispuestos a ser héroes del pueblo a costa de su ruina completa. Cuando el partidismo oprime a la sociedad, cuando le dicta los sentimientos y la moral, la democracia muere y se entroniza la tiranía, por más que se disfrace de galas identitarias.
Es la hora del valor, de los catalanes, en primer lugar. Se enfrentan al riesgo de dejar de ser españoles, y al todavía mayor de perder la libertad en aras de un ídolo tiránico. Hemos de ser capaces de ofrecer un proyecto atractivo de convivencia, una patria común de la que nadie tenga motivos reales para querer marcharse.
La ambición de los chacales crece con la crisis: quieren una justicia propia para delinquir sin temor, una hacienda propia para evadir más impuestos, una policía propia para detener a españoles. Algo muy hondo está fallando cuando un programa así es capaz de seducir a alguien más que a sus directos beneficiarios. No basta con refugiarnos en la conllevancia orteguiana, es hora de hacer las cosas que permitan a la libertad política abrirse paso, en Cataluña y en España.