No es necesario ser español para reconocer que vivimos en un mundo confuso. Muchos atribuyen esta cualidad a Twitter, a Internet o las redes sociales, pero la verdad es que la confusión como cualidad ambiental es ya más que centenaria. A lo que estamos asistiendo, me parece a mí, no es a la confusión más intensa y general que nunca, sino al hecho de que las pocas fuerzas capaces de poner algo de orden en la imagen del mundo parecen estar desertando a toda prisa, se rinden porque se saben impotentes.
Tampoco es nueva la queja formulada de esta manera, soy muy consciente. Ortega pone el inicio de lo que él llamó “barbarie del especialismo”, “rebelión de las masas”, y “odio a los mejores” nada menos que en 1869, creo recordar, y esto lo dijo hace ya más de cien años.
¿Hay algo nuevo ahora? No cabe duda de que hay una superabundancia de excesos, de cantidad, y también es evidente que se han desdibujado en casi todas partes las instituciones que habían venido apostando por el orden en distintas dimensiones: las universidades, la ciencia, las editoriales, la prensa de calidad, incluso las iglesias, también la católica. Crece el escepticismo malo, no el bueno, que apenas puede formularse entre tanto barullo. El malo es el que se retrata cuando se renuncia a que exista, y se reconozca, alguna especie de verdad, algo que muchos llaman relativismo con un término que no explica nada y que, a mí, me suena fatal porque expresa una contradicción lógica (¿a quién le importa eso?) y también un malentendido, confundir el relativismo con la complejidad de las cosas y la mera abundancia. El escepticismo bueno, la raíz de la ciencia y de cualquier progreso verdadero, es, precisamente, el que busca la verdad por detrás de las noticias, los pareceres, las modas o las doctrinas, y eso es cada vez más raro.
Lo único que debería preocuparnos no es el que exista confusión, sino el que nos abandonásemos por completo frente a ella. Mi impresión es que, dado el incremento brutal de las dimensiones de la información disponible, tendremos que inventar nuevas formas de distinguir la información de la desinformación, que no por casualidad tienen siempre el mismo aspecto, y que eso habrá que hacerlo respetando la libérrima opción, hay que suponerlo así, de tantos por no aclararse nunca y por refocilarse en ese agujero negro.
La política está pasando ahora por una etapa especialmente confusa, en España y fuera. Pero, a diferencia de otros campos, es relativamente fácil empeñarse en defender una serie de formas básicas de libertad y convivencia, eso sobre lo que tratan de confundirnos muchos de los partidarios de cualquier “regeneración” o “nueva política” (de nuevo términos ya centenarios, paradójicamente), de tal forma que si esas pamemas triunfasen sobre el mínimo de buen sentido que debería imperar, y para ello pueden apoyarse en esa derecha archi-posibilista y acomodaticia que nunca ha creído en nada distinto a estar en el poder, esa coalición aparentemente contra natura podría llegar a darnos sorpresas realmente muy desagradables, y no dentro de cien años.