La lengua es un sistema que nos permite reconocer ciertas señales, por ejemplo, que una palabra que no abundaba empiece a comparecer más de la cuenta, o a usarse de manera inhabitual. Cuando esto sucede, podemos estar seguros de que hay gato encerrado, de que convendría consultar a Freud. Lo digo por la extrañeza que me produce la muy frecuente presencia del verbo trasladar en los discursos, por llamarlos de algún modo, políticos. Nuestro diccionario ofrece cuatro acepciones diferentes del término, las dos primeras con un inequívoco significado de cambio, en el espacio y/o en el tiempo, y las dos segundas relativas a los cambios de signos, entre lenguas (como traducir), o entre soportes (como copiar).
No recoge el Diccionario el uso político de trasladar para referirse a una idea o a un mensaje. Esa innovación lingüística me parece que oculta algún resorte. No quisiera pasarme de malicioso, pero cuando los políticos nos dicen que nos quieren trasladar algo, lo que nos están diciendo es que ese algo que nos trasladan no admite discusión, es tan inmutable como su voluntad de permanecer en el cargo que ocupen, salvo para acceder a uno mejor.
Trasladar no significa, pues, decir y, menos aún, argumentar. Se trata de algo que el político nos quiere colocar, transferir, su mensaje, su voluntad, sus órdenes, si fuere el caso. Nada hay en ese uso que implique diálogo, conversación o escucha: que el político nos traslade algo quiere decir que ya sabemos a lo que hay que atenerse, que no nos llamamos a engaño. No hay, ni siquiera información; es, más bien, un aviso, una advertencia, un recuerdo de quién es el que manda. Y, casi siempre, nos trasladan algo porque no acaban de poder trasladarnos a nosotros, lo que no deja de ser un consuelo.