La lotería y los toros

Hoy ha sido día de jolgorio en algunos sitios y de decepción en los más. La lotería es una de las pocas cosas que siguen llamándose nacional, junto con los toros. En el fondo, ambas tienen mucho que ver, son formas de tentar a la suerte, formas de crear una ilusión sobre algo que apenas la admite, porque o es un cálculo o es un ritual bastante pautado. Pero, en ambos casos, ha sido la gente quien le ha dado a esas diversiones un aire de fiesta popular, algo que ahora pretenden suprimir con argumentos de lo más variopinto, los nuevos ilustrados.

La lotería ya se ha liberalizado y compite con mil formas de apuesta, aunque esta de la Navidad conserve algo de esa ilusión sobrenatural que desborda de la celebración cristiana de estas fechas. Pese a todo, resiste porque es una tradición amasada por el pueblo llano que la aguanta a píe firme, aunque se entere de que el gordo le ha tocado, una vez más, a quien ya es millonario.

Lo que pasa con los toros es otra cosa. Aunque han dejado de ser exclusivamente españoles, hay quien los persigue precisamente porque todavía son eso. No he ido en mi vida a una plaza ni he visto una corrida por la tele. Oigo los nombres y las polémicas, aprendo del lenguaje taurino y me asombran las cosas hermosas que dicen algunos escritores, pero, en el fondo, soy partidario de las vacas, seres pacíficos que, cuando era un niño de aldea asturiana, eran como de mi familia. Simpatizo, incluso, con los defensores de los derechos animales, de modo que nada haría para continuar con esa fiesta.

Que quieran prohibirla, sin embargo, me produce una irritación honda. Cuando pudiera parecer que habíamos avanzado algo al librarnos de algunos viejos y absurdos inquisidores, resulta que reaparecen con otras vestes queriendo organizarnos, de nuevo, la vida, desde la cuna hasta la tumba; pretenden, encima, hacerlo en nombre del interés general, como preocupándose de nosotros. Una religión sin Dios, bastante estúpida e insoportable.

Se puede pensar que la gente que compra lotería hace algo absurdo, no diré que no (el impuesto de los tontos la llamaba Bernard Shaw, según he leído), pero lo hace porque quiere, con ilusión y con ánimo de compartir, por su real gana. Exactamente lo mismo que los aficionados a las corridas. Esa real gana es lo que parece que está mal visto por los que gustan de dictarnos lo que debemos hacer, lo que tenemos que evitar, y lo que hay que sentir, gente encantadora, como se ve.

Políticos trasladadores

La lengua es un sistema que nos permite reconocer ciertas señales, por ejemplo, que una palabra que no abundaba empiece a comparecer más de la cuenta, o a usarse de manera inhabitual. Cuando esto sucede, podemos estar seguros de que hay gato encerrado, de que convendría consultar a Freud. Lo digo por la extrañeza que me produce la muy frecuente presencia del verbo trasladar en los discursos, por llamarlos de algún modo, políticos. Nuestro diccionario ofrece cuatro acepciones diferentes del término, las dos primeras con un inequívoco significado de cambio, en el espacio y/o en el tiempo, y las dos segundas relativas a los cambios de signos, entre lenguas (como traducir), o entre soportes (como copiar).

No recoge el Diccionario el uso político de trasladar para referirse a una idea o a un mensaje. Esa innovación lingüística me parece que oculta algún resorte. No quisiera pasarme de malicioso, pero cuando los políticos nos dicen que nos quieren trasladar algo, lo que nos están diciendo es que ese algo que nos trasladan no admite discusión, es tan inmutable como su voluntad de permanecer en el cargo que ocupen, salvo para acceder a uno mejor.

Trasladar no significa, pues, decir y, menos aún, argumentar. Se trata de algo que el político nos quiere colocar, transferir, su mensaje, su voluntad, sus órdenes, si fuere el caso. Nada hay en ese uso que implique diálogo, conversación o escucha: que el político nos traslade algo quiere decir que ya sabemos a lo que hay que atenerse, que no nos llamamos a engaño. No hay, ni siquiera información; es, más bien, un aviso, una advertencia, un recuerdo de quién es el que manda. Y, casi siempre, nos trasladan algo porque no acaban de poder trasladarnos a nosotros, lo que no deja de ser un consuelo.

De niños y ordenadores

El llamado debate del estado de la nación nos permitió gozar de la fecunda y audaz imaginación zapateresca cuando se comprometió, con pasmo general,  a poner un ordenador a cada niño, insinuando que por ahí comenzará la reforma del modelo productivo, una medida que contará con el apoyo de los de siempre y, en este caso, además, con el de Microsoft y los fabricantes de ordenadores. El gobierno de ZP es pródigo en medidas que nadie reclama: no hay ningún análisis serio de los problemas de la educación en España que señale como madre de todas las causas una supuesta escasez de ordenadores.

La debilidad de la democracia española es una consecuencia de la fortaleza del despotismo cañí de que padecemos. Cualquiera que recuerde su educación sabrá hasta qué punto las deficiencias de lo que aprendió se debían a la escasez de aparatos adecuados al caso, eso que ahora se va a remediar de una vez por todas, según se nos promete. Decía Ortega que en ninguna parte están tan extendidas las falsedades como en la educación, pero, muy probablemente, Zapatero tampoco haya tenido un par de tardes para enterarse, de modo que ha decidido arreglarla por las bravas.

El genial dibujante Schulz ofreció en una de las viñetas de sus Peanuts el modo de discurrir de Lucy,  la hermana pequeña de Linus van Pelt, en una redacción escolar. Su texto discurría de manera rutinaria, hasta que, de repente, una duda le sobresaltó: “los griegos no tenían televisiones, pero tenían filósofos… aunque la verdad es que no entiendo cómo no se aburrían los griegos mirando a sus filósofos”. Los ordenadores de Zapatero son como los filósofos de Lucy van Pelt, una idea fuera de lugar, un malentendido. Ni los filósofos están para que se les mire, ni los ordenadores, tan valiosos por otro lado, están para resolver problemas educativos en la España de 2009. No estoy insinuando que Zapatero piense como los Peanuts, al fin y al cabo Lucy muestra ser muy reflexiva, sino que cree, y lo malo es que con frecuencia también lo creen muchos más, que la educación también se puede arreglar con ocurrencias.