Cinismo, hipocresía y mediocridad

Tengo ciertas dificultades para distinguir entre el cinismo y la hipocresía, y me temo que se debe a que escucho demasiado a los políticos. Verles ayer celebrar sus resultados fue todo un espectáculo, salvo en el caso de Albert Rivera que no se dejó llevar demasiado, algo sí, por la exageración. lo de Mas es de tebeo, pero ya lo pagará. Por razones personales, lo que más me duele es la absoluta falta de capacidad autocrítica en el PP que sigue viviendo de las desgracias ajenas. Presumir de que se ha mejorado cuando no ha sido así, olvidar el desastre del País Vasco y contentarse con el resultado de Galicia, indica la escasa ambición política de este PP y su pérdida del sentido de la realidad y de la historia. Están desaprovechando la mejor oportunidad histórica que haya podido soñar la derecha para cambiar la cultura política española, no lo hacen y se felicitan de lo buenos que son. Lo dicho, es un lío distinguir la tontería, la mediocridad, la hipocresía y el cinismo. 

Mentir a sabiendas

Un político autonómico del que se ha hablado con frecuencia estos días ha dicho de alguno de su oponentes políticos que «miente a sabiendas». Los políticos han llegado tan alto en esto de las artes de la mentira que casi estoy por suponer que quepa la mentira inconsciente, pero no llegaré a tanto. Ya me había sorprendido, más de una vez, comprobar que mis alumnos no acertaban a distinguir, y, menos aún, a explicarlo correctamente, entre decir una mentira y decir algo que no sea verdad. Es lo que tienen las simplificaciones, que, de vez en cuando, se quedan en mera chapuza.

El nivel de razonamiento verbal con el que se admite llegar a lo que fuere en política es cada vez más bajo, pero eso también nos refleja y nos califica a todos. Hace falta que cada uno sea algo más exigente con la calidad, limpieza y decencia en sus cosas, y de sus palabras, para que el país pueda entrar por una senda virtuosa en el lenguaje y en las acciones, para que nos den algo menos de vergüenza las exhibiciones de inteligencia, cultura y moralidad de nuestros políticos, de esos personajes tan vulgares que elegimos y nos representan.

La política de las palabras

José Luis Rodríguez Zapatero ha decidido afrontar la tribulación con la misma impavidez de siempre, como si fuera representante de alguna verdad indestructible que ni el tiempo ni el desastre pudieran devastar. Quien mejor ha expresado esa férrea determinación ha sido uno de sus más lúcidos alfiles, dicho sea sin ironía, el Ministro que habrá de encargarse del inmediato desmantelamiento de las inversiones públicas, el otrora Pepiño, quien ha declarado paladinamente: “¿qué nos han obligado a rectificar? Bueno, ¿y qué?”. No sé si José Blanco habrá leído a Lewis Carroll, pero sus palabras parecen una brillante anotación a la inmortal sentencia del huevo parlanchín: “lo importante es saber quién manda”.
ZP, al parecer, piensa, con el poeta, que le queda la palabra, y eso puede bastar a un pueblo que, en su imaginario, parece considerar incondicionalmente fiel, y vocacionalmente austero. Es sorprendente tal confianza en la palabra para salir indemne de los malos pasos, para convertir los fracasos más sonoros en ocasiones de rectificar con orgullo y al ataque. Es lo que tiene la palabra del verdadero líder, que siempre dice lo que el pueblo quiere y necesita oír; si el líder ha sido capaz de convocar al jolgorio, será igualmente vitoreado cuando su palabra nos llame al sacrificio, al ascetismo y al retiro para resistir una época de vacas flacas, sin duda breve.
Esta actitud del presidente puede considerarse como un signo de fidelidad a una tradición cuya legitimidad ha querido apropiarse de manera explícita, a la memoria republicana, al menos a una cierta interpretación de cómo fue nuestra segunda República. El siempre sarcástico Josep Plá la caracterizo como un régimen hablado, como una época de delirio en la que las palabras valían tanto o más que las cosas, y eso es lo que nuestro presidente considera inteligente y justo. Zapatero se siente a su gusto entre quienes estiman que la política es una realidad predominantemente verbal, un reino en el que todo se puede arreglar con palabras, y en el que, por consiguiente, las palabras nunca puedan representar un obstáculo considerable frente a la voluntad. Azaña había sido muy de la misma opinión, pues, como dijo en un discurso vallisoletano de 1932, “Felizmente, en política, palabra y acción son una misma cosa”.
Zapatero es, por tanto, decidido partidario de emplear a fondo el único recurso que no le ha de faltar, la insólita ligereza y libertad de su verbo, un instrumento con el que se siente capaz de las más insólitas hazañas. Es el remedio que aplicó a la crisis, hasta fingir su inexistencia, y será también el remedio que invoque para superar la decepción de quienes pudieran sentirse traicionados por sus promesas de ayer, esos que algunas encuestas consideran, de manera un tanto precipitada, irremediablemente perdidos para su causa.
Si los españoles cultivásemos con más cuidado la memoria, Zapatero merecería recuerdo eterno aunque solo fuera por una de sus grandes proezas verbales, por su “solución” a la incompatibilidad constitucional entre la nación española y la pretendida nación catalana. ZP lidió el asunto con envidiable vaporosidad de tuttologo al recordar que nación es un concepto discutido y discutible. Claro es que se le olvidó a nuestro presidente, esperemos que no le pase al Tribunal Constitucional, que la hermenéutica nos ha dotado de un arsenal de técnicas muy precisas para reducir el equívoco, de modo que se pueda seguir hablando con sentido. Basta, en realidad, con recordar que en la totalidad de los casos, las voces con alguna ambigüedad dejan de tenerla a medida que se precisa su contexto de uso, y que, por ello, el significado del término nación en un texto constitucional no puede considerarse de ninguna manera como un concepto equívoco. La creatividad verbal de Zapatero arrastró en este punto a su partido, al Parlamento nacional y al Parlamento catalán, para que luego algunos hayan hablado de que este país resulta ingobernable. Hay que confiar en que, en un órgano en el que la independencia es obligada, se sepa recordar que, como diría Orwell, aunque el partido se empeñe en ser inventor del helicóptero, no es así.
Josep Plá anotó muy oportunamente que “España es el país de Europa en el que las apariencias tienen más fuerza”, y el gobierno se apresta a fortalecer las apariencias con su indómita palabra: la apariencia de que todo se debe a agentes externos (movidos por quien todos sabemos), la apariencia de que se van a tomar medidas eficaces, la apariencia de que lo peor ya ha pasado, la apariencia de que con otros sería peor, y un sinfín de embelecos de este porte.
Lo tremendo no es que se emprendan estrategias vacuamente retóricas, sino que puedan resultar eficaces, que no encuentren el antídoto adecuado en quienes debieran enunciar políticas distintas, claras, valientes, persuasivas, deseosas de lograr nuevos adeptos, sin miedo a los costes que aparentemente pudieran conllevar.
[Publicado en El Confidencial]

Políticos trasladadores

La lengua es un sistema que nos permite reconocer ciertas señales, por ejemplo, que una palabra que no abundaba empiece a comparecer más de la cuenta, o a usarse de manera inhabitual. Cuando esto sucede, podemos estar seguros de que hay gato encerrado, de que convendría consultar a Freud. Lo digo por la extrañeza que me produce la muy frecuente presencia del verbo trasladar en los discursos, por llamarlos de algún modo, políticos. Nuestro diccionario ofrece cuatro acepciones diferentes del término, las dos primeras con un inequívoco significado de cambio, en el espacio y/o en el tiempo, y las dos segundas relativas a los cambios de signos, entre lenguas (como traducir), o entre soportes (como copiar).

No recoge el Diccionario el uso político de trasladar para referirse a una idea o a un mensaje. Esa innovación lingüística me parece que oculta algún resorte. No quisiera pasarme de malicioso, pero cuando los políticos nos dicen que nos quieren trasladar algo, lo que nos están diciendo es que ese algo que nos trasladan no admite discusión, es tan inmutable como su voluntad de permanecer en el cargo que ocupen, salvo para acceder a uno mejor.

Trasladar no significa, pues, decir y, menos aún, argumentar. Se trata de algo que el político nos quiere colocar, transferir, su mensaje, su voluntad, sus órdenes, si fuere el caso. Nada hay en ese uso que implique diálogo, conversación o escucha: que el político nos traslade algo quiere decir que ya sabemos a lo que hay que atenerse, que no nos llamamos a engaño. No hay, ni siquiera información; es, más bien, un aviso, una advertencia, un recuerdo de quién es el que manda. Y, casi siempre, nos trasladan algo porque no acaban de poder trasladarnos a nosotros, lo que no deja de ser un consuelo.

La hipocresía política

Buena parte de la política española se puede considerar dirigida por una regla inicua formulada del siguiente modo: si sale cara gana el PSOE (o los nacionalistas) y si sale cruz pierde el PP. Hay que reconocer el mérito de quienes han conseguido que la tal regla no sea percibida como un disparate mayúsculo, que lo es, aunque la tal regla funciona de manera impecable. Pondré unos ejemplos recientes: pedir que la sanidad sea restrictiva con los que no la pagan es racismo y discriminación si lo propone el PP, pero pasa a ser una interesante reflexión si lo dice, como ha pasado, un jerarca socialista; no respetar el pacto anti transfuguismo es una muestra de la ambición desorejada, de hacerlo el PP, pero es un ejercicio de responsabilidad para con el pueblo cuando lo hace el PSOE, en especial si hay parientes de por medio; hacer favores a los amigos es corrupción si lo hace el PP, pero se queda en beneficio del ciudadano cuando es el PSOE quien lo practica.

Esta hipocresía selectiva es una consecuencia directa de que el PP haya aceptado, sin apenas protestas, ejercer su función en el marco cultural y lingüístico que la izquierda ha sabido imponer, bajo amenaza de identificación con un pasado fascista a quien se resistiese. Semejante poder no es ajeno al predominio mediático de la izquierda, pero tampoco es independiente de la inanidad intelectual y moral de algunos de los líderes políticos que se supone debieran defender posiciones distintas y emplear lenguajes propios. Muchas batallas se han perdido debido a que la izquierda ha sabido emplear términos que favorecían sus posiciones; la aceptación de que se pueda hablar del aborto, por ejemplo, en los engañosos términos de interrupción voluntaria del embarazo, ha favorecido primero una despenalización bastante hipócrita, puesto que ha dado píe a las prácticas abortivas ajenas a cualquier régimen jurídico, y favorece también la conversión del aborto en un supuesto derecho de nueva, y paradójica, generación. Cuando se realiza un aborto no se interrumpe nada, porque no hay nada que pueda reanudarse, que es lo que da píe a que se pueda hablar propiamente de interrupción; también es muy discutible la aplicación de voluntario al hecho de abortar, pero la conjunción de ambos equívocos resulta letal.

La hipocresía política en el tema del aborto se ha manifestado en todo su esplendor porque nadie puede defender sensatamente ni la situación actualmente vigente, ni, por supuesto, la nueva regulación; algunos dirigentes del PP han tenido la poca inteligencia de tratar de ocultarse tras un statu quo indefendible, precisamente para evitar el mal trago de establecer una posición clara en torno a este tema. Es esta la cobardía hipócrita que se adueña del lenguaje político, y su consecuencia es que se acabe beneficiando a quienes sí saben muy bien lo que quieren.

[Publicado en Gaceta de los negocios]