El desprestigio de la política

Una de las mayores preocupaciones de los españoles de hoy, la tercera según el barómetro del CIS, es la escasa valoración que merece la clase política. Hay razones para que  así sea, pero hay  algo más, porque el conjunto de los españoles somos responsables, por acción y por omisión, de que las cosas hayan llegado a ser como son. Por supuesto que la carga principal recae en los políticos mismos, pero en una democracia formal, como la nuestra, es lógicamente imposible que los representantes sean peores que los representados, puesto que, si así fuera, estos serían aún peores que los representantes, por haberlos elegido. Pero, al margen de las razones puramente lógicas, está el hecho, que nadie sensato discutiría, de que los políticos actúan, por lo general, conforme a la moral imperante en la sociedad a la que representan, y si muchos de nuestros políticos son irresponsables, necios, aprovechados, informales, hipócritas, improductivos, mentirosos, abusones, nepotistas y corruptos, seguramente será porque la sociedad española no solo consiente sino que practica abundantemente esa clase de conductas.
En los últimos días ha habido un par de noticias que, aunque aparentemente distintas,  constituyen una buena muestra de lo razonable que es que la gente esté disgustada con los políticos y de lo profundas que son las causas de esa desafección. Me refiero al episodio, ciertamente poco ejemplar, del empeño de los eurodiputados por volar en primera clase, y a la insólita noticia del voto particular del juez Prada a propósito del caso Faisán, según el cual, no podríamos hablar de existencia de un delito cuando haya una razón política de por medio para llevar a cabo la acción que se pretende juzgar: es muy difícil expresar en menos palabras una doctrina tan totalitaria. Ambas conductas son ejemplo evidente de la raíz de nuestros males, la estúpida convicción de que la democracia  otorga alguna especie de privilegio o exención moral a los elegidos, la creencia de que éstos ya no han de estar sometidos ni a los mandatos de la ley, ni a ninguna limitación que pueda establecer el buen sentido, por la insensata creencia de que, al representar a la soberanía popular, ya no tienen que dar cuenta a nadie de sus actos. 
Así pues, las causas del desprestigio de la política se asientan en dos pilares distintos; el primero de ellos, en el hecho de que los políticos, ajenos a cualquier especie de mandato que les obligue a la ejemplaridad, repiten, y amplifican, sin el menor rubor, las pautas de comportamiento corrientes en la sociedad, aunque, de manera harto hipócrita, defiendan retóricamente otras muy distintas. La segunda, y más importante, porque los políticos, sobre todo si se creen de izquierdas, tienden  a sostener la idea disparatada de que están por encima de la ley, de que el mandato popular que han recibido les autoriza a hacer lo que la ley nos veda a todos los demás.
Esta última idea patrocina, como es lógico, cualquier desmesura, todo exceso. Se basa en ignorar que la democracia conduce al disparate si no se funda en el respeto a la ley, y a los procedimientos para cambiarla. La izquierda, muy en especial, convencida, o eso dice, de ser el protagonista del verdadero progreso, más allá de cualquier limitación, se viene sintiendo autorizada para todo cuanto le convenga o le apetezca. La lista de casos es muy larga: el sometimiento del Tribunal Constitucional, la aventura de los GAL, la negación de la independencia judicial, la negociación y el favor a ETA, el intento de manipular a las asociaciones de víctimas del terrorismo, la modificación tramposa e indirecta de la Constitución, saltándose los procedimientos previstos, la arbitrariedad a la hora de conceder subvenciones, la eliminación de leyes mediante meros decretos, la politización de la educación y de la función pública, la conversión de sus convicciones en verdades científicas que se han de imponer en las escuelas, la creación de empresas fantasma para colocar a los adictos, la reescritura de la historia, la mentira como conducta habitual, y un larguísimo etcétera. 
Se trata de un problema que debemos arreglar, y no hay otro procedimiento posible que practicar una exigencia creciente hacia los políticos y sus abusos. La reacción social frente a las exigencias aeronáuticas de los eurodiputados puede tener ciertos tintes demagógicos, pero apunta sustancialmente en la dirección correcta, y parece haber obligado a los partidos a modificar su posición. Es la presión sobre éstos lo único que hará que modifiquen sus malos hábitos, su tendencia a un absolutismo insoportable, su permisividad con los vicios y corruptelas de los suyos. No es suficiente con que cumplan la ley, que tantas veces incumplen: los políticos deben ser ejemplares, y nuestra exigencia hacia ellos ha de ser implacable, minuciosa, porque es la única manera de que el desprestigio de su conducta no nos lleve a la ruina de la libertad, y a la dictadura de los corruptos.


[Publicado en La Gaceta]


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La conciencia y los ministros

Dentro del programa veraniego del gobierno le ha tocado al ministro de justicia hacer de ministro de jornada. Ha dicho cosas curiosas y sorprendentes, aunque la sorpresa es menor si se tiene en cuenta la elevada conciencia de superioridad que muestran estos ministros de un gobierno desvencijado pero siempre impertinente. El ministro ha dicho que no ha lugar a la objeción para los médicos en el caso del aborto. Al parecer esto le parece una cosa religiosa enteramente fuera de lugar en el ámbito civil, que es en el que él manda, aunque por delegación.

Esto me recuerda a una estupenda anécdota de Lenin que cuenta Martin Amis en su excelente libro sobre Stalin y el comunismo. El partido de Lenin siempre se había opuesto a la pena de muerte en tiempos de los zares y, como ya en el poder, habían ejecutado a unos miles, un dirigente le hizo notar a Lenin la contradicción y Lenin le contesto: “¡Bah, paparruchas!”, aunque no recuerdo si hizo algo más. Pues bien, a nuestra izquierda le parece que son paparruchas los principios que defendieron para llegar al poder, y entre ellos, la objeción de conciencia. Con ello denotan una enorme desvergüenza, pero también algo más profundo, a saber, que les importa una higa lo que puedan pensar los demás, que no respetan la ni la conciencia ni la libertad ajena, y no lo hacen porque tienen una idea meramente instrumental de la libertad y de la conciencia.

Puede decir el ministro lo que quiera, que para eso es ministro, pero cualquier persona con un mínimo de conciencia de su dignidad sabe con claramente que uno de los rasgos de la democracia liberal es el respeto inherente a la conciencia individual, respeto del que nacen todas las libertades que, de otro modo, pierden completamente su sentido. No hay en esto ni el más mínimo atisbo de religiosidad, es un asunto puramente civil, pero es una cuestión decisiva. En ello reside, precisamente, la diferencia entre una democracia liberal y un régimen absolutista, aunque el ministro aparente ignorarlo porque se lo manden.