Yôjirô Takita es un director japonés (del que en España se pudo ver La espada del samurái) que nos regala en Okuribito (“Despedidas”) una auténtica meditatio mortis, esto es, inevitablemente, una imagen rigurosa y delicada de nuestra vida.
Takita, ayudado por un excelente guión, una magnífica música, y unos espléndidos actores, nos conduce a través del viaje del protagonista, desde una vida en apariencia fracasada a la aceptación de que la muerte y cuanto ella conlleva es un buen camino para entender plenamente la dignidad y el misterio de la vida.
La muerte es un fenómeno natural, pero es algo más que eso. Es también un acontecimiento, algo que nos pasa cuando mueren los demás, y algo que nos pasará a todos, sin duda. La liturgia japonesa de la muerte es, como ocurre en todas partes, un conjunto de ritos que trata de librarnos del horror que la muerte nos causa, y de ayudarnos a entender la misteriosa naturaleza de ese tránsito.
Como sucede en cualquier parte, la muerte se ha profesionalizado, las familias entregan sus muertos a empresas y ya no los cuidan como lo establecían las tradiciones. De este modo, la muerte se convierte en un trámite, y se tiende a olvidar su sentido, una manera como otra cualquiera de librarnos de pensar en ella, de huir de su amenaza, del peso insoportable del absurdo al que parece condenarnos nuestro destino.
Lo que la película nos cuenta es el aprendizaje de Daigo, empleado en una empresa dedicada al cuidado de los muertos, a amortajarlos conforme a los ritos tradicionales del Japón. Daigo necesita el dinero porque su carrera como violoncelista ha fracasado, pero el oficio que se le ofrece le produce asco y vergüenza. El milagro al que asistiremos viendo la película es cómo ese rechazo se transforma en respeto, amor, y perdón, como su oficio le permite alcanzar la comprensión de que hay algo sagrado en la muerte, porque hay algo de inaudito valor en cada vida, incluso en las más desdichadas y tristes.
Despedidas es, de alguna manera sin pretenderlo, una película religiosa, porque restaña la escisión que habitualmente hacemos entre la vida y la muerte, porque nos enseña a mirar más allá del negocio funerario, del trámite, del asco y del miedo. Tal vez haya que saber escuchar las hermosas notas del violoncelo de Daigo, que lo vuelve a tocar por auténtica afición y no para ganarse la vida en una orquesta de más o menos, para entender plenamente esta hermosa lección sobre la vida, sobre esas aguas, omnipresentes en la película, que siempre van a la mar, que es el morir. La muerte, que nos iguala a todos, no anula nuestra esperanza, la coloca en otro terreno, azuza nuestro deseo de volver a ver a los que hemos perdido, un anhelo que nadie debiera despreciar, si de verdad ama la vida.