La de Dios es Cristo

Este expresivo dicho castizo resume muy bien toda la teología, por lo menos para el común de los mortales. Es lo que ha recordado insistentemente el Papa, que la fe no es una teoría, que es una vida en la que el Dios hecho Hombre nos acompaña y sostiene. Nada indica que sea fácil vivir de esa manera, es evidente que no lo es, pero cualquiera que se llame cristiano tiene que recordar que no basta con creencias, que hace falta vivir y testimoniar ese misterio que nos debe llenar de caridad, sobre todo, y de esperanza. 
La Iglesia trata de renovarse, es su obligación, para poder repetir incansablemente su mensaje, para hacer eficaz su trabajo y su testimonio. A veces se dice que estos tiempos son duros, seguro que lo son, pero nunca ha debido ser fácil esa especie de contravida que a veces supone la religión vivida con exigencia. No fue fácil ni para los Apóstoles, ni para Pedro, entonces y ahora.
El Papa, además del regalo religioso de su presencia, nos ha hecho, de pasada, otro don: que al menos por unas horas hayamos podido mirar esta vida con unos ojos distintos, que hayamos podido poner en segundo plano esas agonías que habitualmente nos azogan como si realmente fueran lo único importante, y es claro que no lo son.
Una buena idea de HTC

Una canción que da que pensar

Gracias a esa cadena de amigos que manda cosas, unas interesantes, otras jocosas, he podido escuchar a un grupo canadiense que pone música a unas ideas que no se quieren oír, una letra que debiera hacer pensar a los más jóvenes, y a nosotros, a los que les hemos traído hasta aquí.
Afrontar directamente la evidencia de que podemos estar en una degeneración irreversible, tanto desde el punto de vista demográfico, que es el más obvio, como desde el punto de vista moral, que es seguramente el básico, no es agradable, pero pudiera llegar, y no muy tarde, el momento en el que no hablar de estos problemas fuere una deslealtad, una traición para quienes nos van a heredar.
Hay una letra brillante de John Lennon que dice algo así como que la vida es lo que pasa mientras estás haciendo otra cosa (Life is what happens to you when you’re busy making other plans, Beautiful Boy), y creo que puede decirse que la historia también pasa de ese modo. Nuestra generación se ha preocupado tanto del futuro, de su futuro, que se ha olvidado de advertir los fenómenos decisivos que seguían un ritmo aparentemente lento, pero inexorable. Ahora el mañana es oscuro, pasaron los tiempos de las vacas gordas y no está mal que, en medio del jolgorio de una noche, unos chicos canadienses digan algunas verdades tan dolorosas como inquietantes.

Año nuevo, vida plena

[Mi madre, Rosa Quirós Rodríguez]

Tengo la enorme suerte de que mi madre, que ya tiene 92 años, sea una persona excepcional. Supongo que eso es lo que piensan la mayoría de los hijos, y lo siento por los que no comparten esa gracia tan normal. El día de Navidad, un desafortunado accidente le hizo romperse la cadera y, desde entonces, está hospitalizada.

He pasado buena parte de estos días de fiesta junto a ella, lo mismo que mis hermanos y todos los nuestros. Me permito esta breve nota privada, porque necesito decir que cuidar de los demás es lo más valioso de la vida y es un privilegio poder hacerlo con alguien que, literalmente, se ha desvivido por ti. Las madres son ejemplos luminosos de vida buena, aunque normalmente prefiramos otros modelos de mayor brillo aparente.

Mi madre reza, y se lamenta de que se le olvidan algunos misterios del Rosario. Ayer me dijo que le daba pena toda esa gente que no cree en Dios, que no cree en nada. Supongo que desde la atalaya de sus años, desde una quietud reflexiva aunque forzada, es un poco más fácil ver lo esencial. En eso se diferencia la vejez de la infancia, a la que tanto se asemeja en otros aspectos. En fin, que es un privilegio poder pasar parte de estos días de tanto bullicio muy cerca de una realidad que tiende a ocultarse, dándome cuenta de que la vida no es solo un camino hacia el final, sino un misterio que las personas felices, como mi madre, aprenden a vivir con esperanza y alegría.

Okuribito, una meditatio mortis

Yôjirô Takita es un director japonés (del que en España se pudo ver La espada del samurái) que nos regala en Okuribito (“Despedidas”) una auténtica meditatio mortis, esto es, inevitablemente, una imagen rigurosa y delicada de nuestra vida.

Takita, ayudado por un excelente guión, una magnífica música, y unos espléndidos actores, nos conduce a través del viaje del protagonista, desde una vida en apariencia fracasada a la aceptación de que la muerte y cuanto ella conlleva es un buen camino para entender plenamente la dignidad y el misterio de la vida.

La muerte es un fenómeno natural, pero es algo más que eso. Es también un acontecimiento, algo que nos pasa cuando mueren los demás, y algo que nos pasará a todos, sin duda. La liturgia japonesa de la muerte es, como ocurre en todas partes, un conjunto de ritos que trata de librarnos del horror que la muerte nos causa, y de ayudarnos a entender la misteriosa naturaleza de ese tránsito.

Como sucede en cualquier parte, la muerte se ha profesionalizado, las familias entregan sus muertos a empresas y ya no los cuidan como lo establecían las tradiciones. De este modo, la muerte se convierte en un trámite, y se tiende a olvidar su sentido, una manera como otra cualquiera de librarnos de pensar en ella, de huir de su amenaza, del peso insoportable del absurdo al que parece condenarnos nuestro destino.

Lo que la película nos cuenta es el aprendizaje de Daigo, empleado en una empresa dedicada al cuidado de los muertos, a amortajarlos conforme a los ritos tradicionales del Japón. Daigo necesita el dinero porque su carrera como violoncelista ha fracasado, pero el oficio que se le ofrece le produce asco y vergüenza. El milagro al que asistiremos viendo la película es cómo ese rechazo se transforma en respeto, amor, y perdón, como su oficio le permite alcanzar la comprensión de que hay algo sagrado en la muerte, porque hay algo de inaudito valor en cada vida, incluso en las más desdichadas y tristes.

Despedidas es, de alguna manera sin pretenderlo, una película religiosa, porque restaña la escisión que habitualmente hacemos entre la vida y la muerte, porque nos enseña a mirar más allá del negocio funerario, del trámite, del asco y del miedo. Tal vez haya que saber escuchar las hermosas notas del violoncelo de Daigo, que lo vuelve a tocar por auténtica afición y no para ganarse la vida en una orquesta de más o menos, para entender plenamente esta hermosa lección sobre la vida, sobre esas aguas, omnipresentes en la película, que siempre van a la mar, que es el morir. La muerte, que nos iguala a todos, no anula nuestra esperanza, la coloca en otro terreno, azuza nuestro deseo de volver a ver a los que hemos perdido, un anhelo que nadie debiera despreciar, si de verdad ama la vida.

Un avión que se cae

Acostumbrados a la perfección de la tecnología de que nos servimos para volar, cuando se produce algún fallo, la primera sensación que nos embarga es una mezcla de incredulidad, miedo y sorpresa. Sin embargo, deberíamos estar acostumbrados a que esas cosas pasen, porque, aunque poco, pasan.

La siguiente emoción que sentimos es una viva curiosidad por el destino de los afectados, por la forma en la que se han interrumpido sus vidas, fuera de toda lógica. Los periódicos pronto empiezan a contarnos esas historias rotas, y hay que ser muy duro como para que no se nos encoja el corazón. El análisis frío nos dice que es el azar el que gobierna de manera insensata nuestras vidas. Pero el corazón nos sugiere que hay algo más, que la piedad que sentimos por los que han desaparecido de manera tan brusca y misteriosa, en la noche y sobre el océano, puede tener alguna clase de explicación, alguna suerte de lógica oculta. Es el respeto que sentimos por la vida y por su misterio el que nos hace temer a la muerte súbita y anónima, al extravío en un espacio literalmente inhumano en el que hemos penetrado con audacia y paciencia pero en el que, de vez en cuando, nos perdemos.

Sólo la religión puede consolarnos de esa clase de pérdidas sin ningún sentido aparente, de esa cosecha de muertes azarosas y crueles. Mientras estamos con el duelo no escuchamos fácilmente las voces que todo lo explican porque sabemos que algo se les escapa.

La muerte juega un papel en la vida que aceptamos con resignación, y hasta con alivio, cuando culmina una vida vivida con plenitud y con empeño; pero la muerte azarosa que rompe con todos los planes es mucho más difícil de soportar, es una prueba más dura para nuestras entendederas. Volar es algo que violenta de manera radical nuestra naturaleza de bípedos implumes; morir de forma tan abrupta desafía nuestra capacidad para comprender el sentido de la vida. Sin embargo, el dolor y el recuerdo de los que mueren de forma tan súbita, es un atisbo de lo que ofrece la difícil virtud de la esperanza. 

[Publicado en Gaceta de los negocios]