De la discordia a la concordia

Enric Juliana ha escrito recientemente que lo que está en juego en las próximas elecciones es si el PSOE seguirá manteniendo el lugar privilegiado del que, hasta ahora, ha gozado en el sistema político de 1978. Las encuestas que se barajan estos días hablan de que el suelo electoral del PSOE está en el aire, y eso podría suponer una profunda modificación de su papel de partido dominante.
Si tal cosa sucediere, que está por ver, se abriría un panorama muy distinto al del bipartidismo imperfecto que ha dominado la política española desde las elecciones de 1977. Para evitar las conjeturas precipitadas, parece más interesante preguntarse por las causas de que tal cosa haya podido llegar a plantearse. Una primera respuesta sería la de índole económica. El PSOE habría labrado su ruina debido a la desastrosa gestión de la crisis que ha realizado el Gobierno de Rodríguez Zapatero, hipótesis a la que habría que añadir el matiz nada desdeñable de que los socialistas hayan debido reconocer, aunque tarde y con desgana, que sus supuestas soluciones de izquierda estaban siendo parte esencial del problema al aceptar las sugerencias neoliberales, de reducción del gasto público y de ajustes sociales que le fueron impuestas al presidente por los poderes fácticos del mundo global, desde Obama a los chinos, pasando por la señora Merkel. Esta línea de conducta ha culminado con la constitucionalización del equilibrio presupuestario y ha dejado a las supuestas soluciones sociales de la izquierda en una posición francamente desairada.
No me parece que esta hipótesis económica tenga suficiente fuerza como para explicar por si sola el descalabro socialista, si es que, en efecto, aconteciere tal cosa. Me parece que hay un análisis mejor de las causas de lo que podría ocurrir, una explicación más política que económica.
Para introducirla me referiré al excelente ensayo que ha publicado recientementeOscar Alzaga sobre el abandono del consenso y el escaso acierto para escoger  una combinación adecuada de discrepancia y consenso, que es la causa del enrarecido clima político que hemos padecido. La dinámica del enfrentamiento ha alcanzado con el zapaterismo unos extremos antes desconocidos, se puso en riesgo el pacto constitucional, se negaron las virtudes de la transición, se pretendió expulsar al PP del campo de juego político, se pretendió que los españoles dedicasen más atención a un pasado escasamente ejemplar que a un futuro prometedor y exento de exclusiones y maniqueísmos. En estos años,  se ha dado  la sensación de que no es que los rivales políticos no alcancen a entenderse, sino que les ha parecido más rentable políticamente no hacerlo. Ha ocurrido eso, además, cuando un clamor social demandaba precisamente lo contrario, políticas de Estado, como aquí suelen llamarse, pactos, las soluciones de largo alcance que parece requerir una crisis tan honda y larga como la que estamos padeciendo.
No creo que el clima de discordia sea responsabilidad exclusiva de los socialistas, pero me parece que buena parte del electorado, también del que indebidamente se considera como propio, así lo ha entendido. Esa percepción se ha agravado, además, con los intentos de llevar a cabo una política territorial que exacerbaba las diferencias y, ahora mismo, con el insensato propósito de convertir a los etarras, los peores enemigos de la democracia española, en unos buenos chicos deseosos de reconocer los esfuerzos de Zapatero por resolver su situación. Es esta deriva radical y revisionista de nuestra democracia lo que le habría hecho perder al PSOE el lugar central que hasta ahora había venido ocupando en las preferencias electorales de los españoles. Independientemente de cuáles sean los resultados del próximo 20 de noviembre, y la distribución de los escaños en la Cámara, el PSOE deberá revisar su posición en el mapa político si no quiere verse amenazado por una decadencia que, aunque pudiera ser lenta, sería, finalmente, irremisible.
Si la hipótesis que propongo fuese correcta, el interés de todos, y muy en especial del PSOE, debería ser que la nueva legislatura se desarrollase en un clima político muy distinto del que ha presidido la última década. El libro de Alzaga recuerda una hermosa frase de Salustio, “la concordia hace crecer las cosas pequeñas, la discordia arruina las grandes”, y apuesta porque sepamos recuperar el diálogo y la capacidad de consenso que necesita cualquier sociedad civilizada y deseosa de bienestar y progreso. La mayor responsabilidad estará entonces en manos de Rajoy, que hay que suponer no se dejará llevar por  las tendencias más radicales de su grupo, pero también en quien resulte ser el líder del PSOE tras las elecciones.
La política española ha sido, tradicionalmente, bastante previsible, pero el mundo está cambiando de manera espectacular, y aunque los españoles seamos básicamente conservadores, puesto que somos un país muy viejo, pudieran empezar a pasar cosas antes nunca vistas.

La insólita alianza


El episodio de la apurada reforma de la Constitución está lleno de enseñanzas políticas. No es la menor de ellas el que se haya producido una alianza objetiva, como podría decir un marxista que creyese en este tipo de epítetos,  entre los partidos nacionalistas, de extracción típicamente burguesa, y los sindicatos de clase en contra de la reforma. No se pueden ocultar con facilidad los defectos que afean tanto a la reforma misma como a su trámite, pero vista la clase de enemigos que ha concitado habría que acabar reconociéndole alguna virtud, al menos de carácter hermenéutico. ¿Qué pueden tener en común los aplicados políticos de CiU, los coriáceos sindicalistas españoles, y muchos de los energúmenos del 15M que hace no mucho impedían la entrada en el Parlamento catalán a los atribulados convergentes? Y luego dicen que la política española escasea en sorpresas.
Hay razones de primer plano y motivos menos obvios en esta curiosa amalgama. Las primeras se refieren al factor oportunidad. Los sindicatos deberán agradecer a Zapatero, su íntimo hasta hace muy poco, el haberles dado una plataforma de desenganche tan bien mullida como la de una reforma de la Constitución a pachas con el PP. Poder decir, sin demasiado sonrojo, tontadas contra que se cuelen en la Constitución principios neoliberales, constituye un favor insigne que les permite ir tomando carrerilla para la ardua tarea de oposición que les aguarda. Por el lado de los nacionalistas catalanes, el don tampoco es chico, porque les autoriza a un buen número de baladronadas contra el PP en vísperas electorales. Los nacionalistas catalanes se quedan en nada sin su retórica y sus lamentos, aunque es posible que se estén administrando una sobredosis al unir las protestas contra la ruptura del pacto con las indignadas manifestaciones contra la  incomprensión que, al parecer, refleja el auto del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña sobre la enseñanza. Esto de que cualquiera que lo quisiere pueda ejercitar su derecho a ser educado en español en la red pública de la enseñanza en Cataluña, es cosa que, al parecer, sobrepasa lo admisible. 
He aquí, pues, que una medida indudablemente precipitada y traumática, pero seguramente inevitable, ha permitido la afloración de efectos colaterales beneficiosos para sujetos políticos tan distintos, que cualquiera reputaría antagónicos. Pero hay más.
Independientemente de su alcance técnico, lo que indica la reforma constitucional es que, en adelante, se habrá de estar mucho más atento a las cuentas públicas, y eso es algo que quienes han hecho virtud de su habilidad para ir arrancando, en un inagotable saqueo, apetitosos bocados del presupuesto no pueden tomarse sin sofoco. Esto es lo que los sindicatos llaman neoliberalismo, que alguien les pida cuentas de cuanto se llevan, lo que, como es lógico, solivianta a cualquiera que pretenda que no le controlen, pero es que los perversos mercados están hasta el colodrillo de tener que acudir en aval de los gastos que se hacen sin ninguna clase de consulta, sin ninguna especie de límite, ese tipo de gastos sociales que entusiasman a los avezados cazadores de rentas en que han venido a parar los sindicatos españoles. ¿Ha oído alguien  que vayan a pedir ayuda a sus hermanos de clase de Alemania o Finlandia para que les amparen ante una agresión tan violenta? 
Por razones muy similares, los nacionalistas, tampoco ven con buenos ojos que se ponga límite a lo que puedan gastar ellos, aunque seguramente son muy partidarios de que se ponga coto a lo que gasten todos los demás. Hubiera sido muy notable ver a los nacionalistas enfrentarse de manera directa y rotunda con una exigencia que se deriva  de la necesidad de mantener el proyecto europeo, así que han sido discretos, y se han concentrado en los agravios interiores, en que se les haya apartado del pacto constitucional de manera tan brusca, lo que, de paso, tiende una espesa cortina de humo sobre que han hecho mangas y capirotes con el consenso constitucional siempre que les ha convenido. 
Tanto en el caso sindical, como en el de los nacionalistas, y no digamos del 15M, se trata, por lo tanto, de protestas rituales, oportunistas y previsibles. Ahora bien, en el caso del PSOE, la cosa es más interesante y grave. La gran cuestión que se cierne sobre nuestro inmediato futuro es relativamente simple: ¿será capaz Rubalcaba de contener las ansias de derribar al PP que anidarán en el corazón de los derrotados socialistas? ¿será el PSOE lo suficientemente sólido como para controlar sus deseos de revancha en aras de una reconstrucción de amplio aliento de la economía española, gestionada por el PP? El PSOE que ha acatado disciplinadamente la decisión impuesta a su líder desde el corazón de la Unión Europea, una vez liberado del peso del poder,  ¿será capaz de mantener el tipo en los duros tiempos que se avecinan, o se dejará llevar por su carácter, como el escorpión del cuento inmemorial?