Señoritos en huelga

La huelga del Metro de Madrid y el paro disimulado de los controladores de Barcelona tienen en común el ser dos acciones que muestran un profundo menosprecio de esos individuos hacia los intereses de los ciudadanos, hacia quienes les pagan por su trabajo. Se trata de colectivos bien atendidos desde el punto de vista salarial, los controladores, mejor que bien, como se sabe, pero que no parecen dispuestos a renunciar al poder del chantaje, a enfrentarse sin trucos y sin chulería a la negociación de un status razonable para ellos.
En el fondo de sus acciones subyace el mito obrerista y organicista que es una de las grandes rémoras que la democracia ha heredado del régimen anterior, un mito que, por más que se trasvista, no deja de ser el disfraz de una inmunidad intolerable. La responsabilidad de los políticos que no se han atrevido a poner en su sitio al poder sindical haciendo una ley de huelga es enorme. Así no se puede vivir, secuestrados par la voluntad de cuatro señoritos de rompe y rasga cuyo único poder es su capacidad de intimidación que se funda únicamente, en el fondo, en el complejo obrerista y paternalista de la izquierda española, y de la derecha, que, aunque pretendan modernizarse, siguen atrapadas en la creencia hipócrita de que determinados derechos sociales no son formas indefendibles de privilegio.

La mentira sindical

Que una mentira machaconamente repetida obtiene mayor credibilidad que una buena mayoría de verdades indefensas es cosa bien sabida desde Goebbels, incluso, seguramente, desde Maquiavelo. Los sindicatos españoles, bien nutridos y pagados, herederos de un estatus ministerial desde el franquismo, son maestros en la repetición de sus escasas ideas. Han sabido presentar la realidad de lo que llaman “trabajos precarios” como una imposición del gran capital, de la codicia incesante y anónima de los patronos. La realidad, sin embargo, es que, en los tiempos que corren, lo que es precario no es el empleo sino el negocio de la mayoría de las pequeñas empresas, de muchas medianas y de algunas de las grandes, además de que a largo plazo todos muertos, que es una cosa que enseñaba Keynes.
Los que se arriesgan a poner un pequeño negocio no saben lo que va a ser de ellos: su destino sí que es precario, porque depende de cambios, económicos, de crédito, tecnológicos y culturales, que no pueden de ninguna manera controlar. Es un misterio que goce de crédito la pretensión de que el trabajador tenga unas garantías que quien le emplea no puede tener de ninguna manera, y más absurdo todavía que esa seguridad, y los costes que implica, aumente con el tiempo para el trabajador, mientras disminuye en la misma proporción para la empresa. Yo conozco a muchas personas que han perdido todo lo que supuestamente habían ganado al cerrar sus negocios e indemnizar a sus trabajadores, algunos de los cuales no hicieron nada por evitar la quiebra. Me parece evidente que, con estas reglas del juego, con esa mentira sindical, nadie va a arriesgarse a crear puestos de trabajo que, a medio y largo plazo, puedan actuar como garantía de quiebra personal.
Hay que cambiar completamente el régimen laboral y dejarse de monsergas. Este gobierno no parece dispuesto a hacerlo, y es posible que solo nos quede la ruina global como posibilidad. Una especie de “Fiat justitia et pereat mundus” que no sirve de nada, porque está basada en un ideal absurdo de justicia, en una patente desigualdad que ya no es sostenible.

Soplar y sorber

A Rafael Calvo Ortega, secretario general de la UCD, le gustaba repetir un dicho, que él atribuía al célebre Pío Cabanillas, según el cual no se puede soplar y sorber, a la vez, se entiende. Me acuerdo muchas veces de ese sabio parecer, porque veo que son muchos los que pretenden quedar al margen de ese tipo de molestas limitaciones. Aquí la gente no anda escasa en ilusiones, y piensa que siempre hay un huequecito para colocar lo que uno pretende, aunque sea claramente absurdo. Los españoles nos tomamos las contradicciones como curiosidades, como dichos ingeniosos, pero siempre pensamos que se pueden burlar.

Viene esto a cuento de los Sindicatos españoles que se dedican precisamente a soplar y a sorber, con el resultado que se puede esperar. Defienden el empleo contribuyendo a crear desempleo, defienden las políticas sociales tratando de hacer imposibles las condiciones en que se puedan dar. Ahora andan a vueltas con lo que llaman el “pensionazo” (la verdad es que nunca han sido ni ingeniosos ni sutiles para las denominaciones) para defender los derechos sociales de los trabajadores, como suelen decir, pero cualquiera entiende que es imposible satisfacer las necesidades de cada vez más pensionistas con cada vez menos trabajadores activos y que hay que hacer algo porque eso se nos viene encima. Los sindicatos se limitan a decir que “hay que poner el tema sobre la mesa” y que “así no se arregla nada”, cantinelas de pésima calidad.

Ellos parecen creer en que sea posible un mundo en el que primero se establezcan los derechos, y luego la economía que se adapte, pero no es así, no puede ser así, y menos en un sistema de reparto, que no de capitalización, como el que el Estado providencia imperante ha impuesto sin remedio, y en el que casi todos pretenden obtener más de lo que han puesto, una especie de milagro social y sindical.

Los sindicatos no quieren limitaciones, porque para ponerlas ya están ellos, eppur si muove.