Lo que el escándalo esconde

Tal vez por estar leyendo El peso del pesimismo de Rafael Núñez Florencio , caigo con más facilidad en la cuenta de que, en realidad, desconozco con precisión los perfiles del conflicto que enfrenta a los controladores con José Blanco, y, por ende, con el gobierno. He leído para tratar de informarme alguno de los blogs de controladores que existen y las opiniones de expertos sobre la legalidad de las medidas del gobierno. He de reconocer, de entrada, que mi prejuicio frente a los controladores es muy grande y que esas lecturas apenas han hecho que disminuya. Pero me parece que deberíamos empezar a considerar con cierta calma los perfiles más precisos del problema y, entre otros, el margen de pura maniobra política que el gobierno ha introducido en este conflicto tan resonante, con gran falta de sentido de la responsabilidad, por cierto.
Aunque no me atreva a decir cosas más contundentes, si me atrevo a insistir en que una parte importante de la responsabilidad de todo este desdichado asunto está en el conjunto de la clase política, y, muy especialmente, en la izquierda, que se ha negado hasta ahora a hacer una ley de huelga como es debido. La consecuencia es que los sindicalistas son señores de la horca, sin regla alguna que contravenga sus designios cuando consiguen poner a personal en guerra. Y eso no puede ser, no debería pasar ni un minuto antes de que se iniciase una ley que serviría para medirle las costillas a esta democracia demediada e hipócrita en que vivimos.

Una huelga incivil, estúpida

En el día de hoy la sociedad española se enfrenta a un fenómeno al que no se atreve a llamar por su nombre, a una grave insumisión completamente injustificada. La huelga general es un golpe de estado encubierto, un intento de sustituir la soberanía popular que se expresa en el Parlamento por el diktat de unos iluminados que, en realidad, solo buscan la manera de seguir gozando de sus privilegios gracias a la irresponsable condescendía de las fuerzas políticas, a la paciencia infinita de los los trabajadores cuya representación pretenden tener en exclusiva. Si existiese una ley de huelga no habría duda de que no cabría hacer huelgas contra la ley democrática, que es lo que estos personajes promueven. Dicen defender los derechos laborales de los trabajadores, pero lo que en realidad defienden es su derecho a estar por encima de la ley común, su patente de corso, el estado de excepción cuando les convenga.
Candido y Toxo han visto en peligro su mamandurria, sus cruceros y sus refrigerios, su enorme poder, y han pegado un puñetazo encima de la mesa para que todos bailemos al son que tocan. Su invitación al baile no es, desde luego, galante: recuerda a esas escenas del far west en que unos pistoleros borrachos obligan al público aterrorizado a bailar mientras los matones se mondan de risa. Todos sabemos que sin la violenta presencia de los piquetes, sin la vergonzosa cesión de sus cuates del gobierno en unos servicios mínimos a la medida de sus intereses, esta huelga nos permitiría resolver con precisión el misterio de cuántos son los liberados sindicales.
El 15 de diciembre de 1988 los sindicatos promovieron una huelga general contra las medidas económicas del gobierno de Felipe González, y el país se paralizó porque todo el mundo entendía que aquel gobierno necesitaba un correctivo que pusiese límites a su arrogancia. No es el caso de hoy con un gobierno en crisis y que se mantiene en píe únicamente por sus continuos convolutos con las fuerzas interesadas en que España se vaya a pique. El gobierno está afortunadamente monitorizado por el directorio europeo desde el día de mayo en que Obama le cantó las cuarenta a ZP, que, por primera vez en su vida, se dio cuenta de que las cosas son como son y no como a él le convenga que sean. Lo que este gobierno está haciendo, mal por supuesto, es aplicar los remedios que le dicta nuestra pertenecía a Europa y nuestra moneda, el euro. Lo que hacen los sindicatos es rebelarse directamente contra Europa y contra nuestra débil democracia que, les guste o no, aprobó la reforma laboral democráticamente, en el Parlamento.
Los sindicalistas españoles no conocen otra ley que la del embudo. La huelga de hoy está en las antípodas políticas de la huelga del 86 que sirvió para fortalecer de hecho la democracia; si, por el contrario, esta triunfase, sería el certificado de defunción de la libertad en España. Nuestro sindicalismo es uno de los mayores peligros que acechan a la libertad, a nuestra endeble democracia. Estos tipos se pasan por salva sea la parte la voluntad popular, y los derechos de quien haga falta, para conseguir lo que se proponen, que, desde luego, no tiene nada que ver con lo que dicen, monsergas viejísimas que no engañan ya a nadie, aleluyas para vivir sin hacer nada.
Colaborar con esta huelga es trabajar por el desprestigio, ya muy fuerte, de la democracia. Es hacer a lo bruto lo que ha hecho el gobierno de Zapatero con algo más de disimulo, recortar las libertades, arruinar al país, incrementar el paro, hacer el ridículo ante el universo mundo. La huelga significa un chantaje y es una imposición violenta cuando se hace desde arriba, sin que nadie la reclame, sin consultar a nadie, sin tener en cuenta el interés general. Un día de hace unos meses los líderes sindicales se dieron cuenta, algo tarde, desde luego, de que no tenían nada que hacer y su brillante mollera concibió la única salida posible, la gran putada de la huelga. Esta confesión de parte tiene su interés, revela que los líderes sindicales estaban encantados con el deterioro de la economía, con el vertiginoso aumento del paro, con el país exánime y que, cuando se dieron cuenta de que el gobierno iba a dejar de seguir sus indicaciones por fuerza mayor, advirtieron prontamente el riesgo que corrían sus sitiales.
La huelga de hoy trata de evitar que los ciudadanos caigan en la cuenta de la perversa inutilidad de estos sindicatos para gestionar los problemas reales de la economía, para evitar el paro. El público ha comprendido que los sindicatos llevan demasiado tiempo vendiendo mercancía averiada a precios abusivos, que constituyen un duopolio que impide la modernización del mercado de trabajo, la invención de una economía capaz de ofrecer oportunidades a todos y no solo a unos pocos. Los sindicatos quieren ofuscar esa conciencia para que les sigamos pagando sus momios sin rechistar: ese es el objetivo de esta huelga incivil y estúpida.
[Publicado en La Gaceta]

Señoritos en huelga

La huelga del Metro de Madrid y el paro disimulado de los controladores de Barcelona tienen en común el ser dos acciones que muestran un profundo menosprecio de esos individuos hacia los intereses de los ciudadanos, hacia quienes les pagan por su trabajo. Se trata de colectivos bien atendidos desde el punto de vista salarial, los controladores, mejor que bien, como se sabe, pero que no parecen dispuestos a renunciar al poder del chantaje, a enfrentarse sin trucos y sin chulería a la negociación de un status razonable para ellos.
En el fondo de sus acciones subyace el mito obrerista y organicista que es una de las grandes rémoras que la democracia ha heredado del régimen anterior, un mito que, por más que se trasvista, no deja de ser el disfraz de una inmunidad intolerable. La responsabilidad de los políticos que no se han atrevido a poner en su sitio al poder sindical haciendo una ley de huelga es enorme. Así no se puede vivir, secuestrados par la voluntad de cuatro señoritos de rompe y rasga cuyo único poder es su capacidad de intimidación que se funda únicamente, en el fondo, en el complejo obrerista y paternalista de la izquierda española, y de la derecha, que, aunque pretendan modernizarse, siguen atrapadas en la creencia hipócrita de que determinados derechos sociales no son formas indefendibles de privilegio.

Los privilegios de la aristocracia sindical

La huelga del Metro de Madrid tiene la ventaja, desde el punto de vista pedagógico, de dejar al desnudo algunos de los mecanismos del poder real, no del poder reglado que ejercen las administraciones, que, a su modo, encarnan un poder democrático, sino del poder que no representa a nada distinto de sí mismo. Ese poder, desde luego, no se reduce únicamente a los Sindicatos, porque existe en muy otras diversas esferas, en la economía, en la universidad, en la prensa, en los partidos políticos. Pero en cualquiera de esos casos, el poder tiene una característica común que no hay más remedio que llamar mafiosa. Mafia es toda asociación sin legitimidad, todo poder colectivo fundado única y exclusivamente en el interés mutuo de quienes lo conforman. Se trata de poderes sin justificación alguna, aunque a veces la pretendan, y, como tales, deberían ser combatidos en una democracia, aunque es de sobra conocido que ese no es el caso, al menos entre nosotros.
Los sindicatos fundan la legitimidad de sus acciones, por arbitrarias y perjudiciales que sean, en el derecho de huelga, un derecho que han impedido que se regule desde que la Constitución española ordenó que así se hiciese, hace más de treinta años. Ello nos da una pista de cómo el poder de la mafia sindical, que carece de cualquier legitimidad general, se ha incrustado en el poder político, de la izquierda, por supuesto y, en su caso, de los nacionalismos con proclividades hacia las bandas de la porra. En virtud de esa carencia y de la cobardía política de nuestras instituciones, los sindicatos constituyen una aristocracia orgánica con privilegios totalmente desmesurados: el de no trabajar, el de controlar multitud de otros poderes, el de poner en funcionamiento reglas del juego completamente inadmisibles en cualquier otro caso, el de seguir ejerciendo a su albedrío una violencia privada, etc.
La huelga de Madrid es un caso de desvergüenza y de abuso evidente. Los huelguistas reclaman, simplemente, un privilegio más, no ser afectados por las leyes generales, mantener un fuero económico más allá de los intereses generales y poder amenazar y actuar violentamente cuando les salga de los cojones, como han manifestado con su característica buena educación. Hay que reconocer que han escogido bien la diana, porque están haciendo daño. Pero hay que esperar que ganemos los buenos, que se imponga la ley, el bien común, el orden democrático. El gobierno de la Comunidad de Madrid tiene la obligación de actuar con firmeza y de sancionar a quienes se burlan de la ley y de la democracia. Es terrible constatar que estará solo frente al cinismo de ZP y sus secuaces e incluso, frente al revanchismo de algunos jueces de la horca, pero esperemos que a doña Esperanza no le tiemble el pulso al defender la ley, la razón, el derecho de los más, a la democracia, en suma.