En el día de hoy la sociedad española se enfrenta a un fenómeno al que no se atreve a llamar por su nombre, a una grave insumisión completamente injustificada. La huelga general es un golpe de estado encubierto, un intento de sustituir la soberanía popular que se expresa en el Parlamento por el diktat de unos iluminados que, en realidad, solo buscan la manera de seguir gozando de sus privilegios gracias a la irresponsable condescendía de las fuerzas políticas, a la paciencia infinita de los los trabajadores cuya representación pretenden tener en exclusiva. Si existiese una ley de huelga no habría duda de que no cabría hacer huelgas contra la ley democrática, que es lo que estos personajes promueven. Dicen defender los derechos laborales de los trabajadores, pero lo que en realidad defienden es su derecho a estar por encima de la ley común, su patente de corso, el estado de excepción cuando les convenga.
Candido y Toxo han visto en peligro su mamandurria, sus cruceros y sus refrigerios, su enorme poder, y han pegado un puñetazo encima de la mesa para que todos bailemos al son que tocan. Su invitación al baile no es, desde luego, galante: recuerda a esas escenas del far west en que unos pistoleros borrachos obligan al público aterrorizado a bailar mientras los matones se mondan de risa. Todos sabemos que sin la violenta presencia de los piquetes, sin la vergonzosa cesión de sus cuates del gobierno en unos servicios mínimos a la medida de sus intereses, esta huelga nos permitiría resolver con precisión el misterio de cuántos son los liberados sindicales.
El 15 de diciembre de 1988 los sindicatos promovieron una huelga general contra las medidas económicas del gobierno de Felipe González, y el país se paralizó porque todo el mundo entendía que aquel gobierno necesitaba un correctivo que pusiese límites a su arrogancia. No es el caso de hoy con un gobierno en crisis y que se mantiene en píe únicamente por sus continuos convolutos con las fuerzas interesadas en que España se vaya a pique. El gobierno está afortunadamente monitorizado por el directorio europeo desde el día de mayo en que Obama le cantó las cuarenta a ZP, que, por primera vez en su vida, se dio cuenta de que las cosas son como son y no como a él le convenga que sean. Lo que este gobierno está haciendo, mal por supuesto, es aplicar los remedios que le dicta nuestra pertenecía a Europa y nuestra moneda, el euro. Lo que hacen los sindicatos es rebelarse directamente contra Europa y contra nuestra débil democracia que, les guste o no, aprobó la reforma laboral democráticamente, en el Parlamento.
Los sindicalistas españoles no conocen otra ley que la del embudo. La huelga de hoy está en las antípodas políticas de la huelga del 86 que sirvió para fortalecer de hecho la democracia; si, por el contrario, esta triunfase, sería el certificado de defunción de la libertad en España. Nuestro sindicalismo es uno de los mayores peligros que acechan a la libertad, a nuestra endeble democracia. Estos tipos se pasan por salva sea la parte la voluntad popular, y los derechos de quien haga falta, para conseguir lo que se proponen, que, desde luego, no tiene nada que ver con lo que dicen, monsergas viejísimas que no engañan ya a nadie, aleluyas para vivir sin hacer nada.
Colaborar con esta huelga es trabajar por el desprestigio, ya muy fuerte, de la democracia. Es hacer a lo bruto lo que ha hecho el gobierno de Zapatero con algo más de disimulo, recortar las libertades, arruinar al país, incrementar el paro, hacer el ridículo ante el universo mundo. La huelga significa un chantaje y es una imposición violenta cuando se hace desde arriba, sin que nadie la reclame, sin consultar a nadie, sin tener en cuenta el interés general. Un día de hace unos meses los líderes sindicales se dieron cuenta, algo tarde, desde luego, de que no tenían nada que hacer y su brillante mollera concibió la única salida posible, la gran putada de la huelga. Esta confesión de parte tiene su interés, revela que los líderes sindicales estaban encantados con el deterioro de la economía, con el vertiginoso aumento del paro, con el país exánime y que, cuando se dieron cuenta de que el gobierno iba a dejar de seguir sus indicaciones por fuerza mayor, advirtieron prontamente el riesgo que corrían sus sitiales.
La huelga de hoy trata de evitar que los ciudadanos caigan en la cuenta de la perversa inutilidad de estos sindicatos para gestionar los problemas reales de la economía, para evitar el paro. El público ha comprendido que los sindicatos llevan demasiado tiempo vendiendo mercancía averiada a precios abusivos, que constituyen un duopolio que impide la modernización del mercado de trabajo, la invención de una economía capaz de ofrecer oportunidades a todos y no solo a unos pocos. Los sindicatos quieren ofuscar esa conciencia para que les sigamos pagando sus momios sin rechistar: ese es el objetivo de esta huelga incivil y estúpida.