Este largo y cálido verano nos ha permitido una especie de tregua en esa carrera, aparentemente imparable, hacia el desastre económico. La gente se ha movido, los que pudieron, pero los restaurantes estaban de capa caída, y las rebajas no han hecho su agosto. Como es frecuente que nuestros políticos no quieran darnos disgustos, se ha extendido la explicación benevolente de que nuestra crisis es de importación, como casi todo. Se trata de una actitud que favorece el quietismo, y que tiene, en cualquier caso, una larga tradición entre nosotros. Aunque no fuese esa la intención de Unamuno, el “¡que inventen ellos!” se ha convertido en un lema muy práctico entre españoles que se traduce en “¡ya nos sacarán de esta!”, los americanos, o los alemanes.
Tal vez fuere cosa de que revisásemos algunas de nuestras ideas al respecto, de que aprendiésemos a ser críticos con lo nuestro, con nuestros defectos y errores. Quizá debamos de curarnos cuanto antes de la idea de que somos admirables, de que sabemos vivir muy bien, de que el mundo nos envidia, una estirpe de tópicos que se han cultivado con esmero a raíz de las mejoras de estos años; el éxito es, a veces, peor medicina que el fracaso, porque no se aprende, y se puede incurrir en una autocomplacencia desmedida.
La mayoría de los defectos de los españoles se deben a la autocomplacencia, a escasez de autocrítica. Tenemos una tendencia irrefrenable a considerarnos los mejores, cosa que alcanza caracteres simplemente patológicos en algunas comunidades, y no miro a nadie.
Se trata, en suma, de pereza cultural, de falta de curiosidad, de que escasea la ambición intelectual y se premia lo cutre, lo mediocre, lo que mejor nos representa. Somos peculiarmente narcisistas y nos parece que el colmo de la perfección es lo que se nos asemeja. Basta con ponerse delante de los televisores en algunos de esos programas de altísima audiencia y que, con cierto disimulo, se conocen como telebasura. Allí se entroniza la chulería de barrio bajo y el mariconeo presuntuoso; allí se ensalza el insulto como majeza, y se discuten asuntos de una puerilidad rayana en lo subnormal; allí se asiste a la exaltación de los cuernos, se componen odas al magreo, se convierten las intimidades en baratijas de vecindario y se idolatra a personajillos sin ninguna cualidad, mero retrato de la vulgaridad roma de los espectadores.
Todos sabemos muy bien que esa clase de degeneraciones son corrientes en muchos ámbitos de nuestra vida pública, que abundan los funcionarios que no acuden a sus puestos de trabajo, o que, una vez allí no hacen nada, que persisten y crecen los organismos inútiles, que se abren y se sostienen negocios a base de favores públicos, sin ninguna razón de ser. Ayer mismo, a mi vuelta de vacaciones, puede ver en una carretera archisolitaria como un ayuntamiento, seguramente pobre y endeudado hasta las cejas, había instalado sobre la carretera que rodea al núcleo urbano una gigantesca e inútil pasarela, supongo que para evitar que los vecinos crucen la carretera al ir al campo, un artilugio completamente vano en una vía recta y llana en el infinito castellano y por la que escasamente pasarán quince vehículos a la hora. Una obra enteramente innecesaria que a buen seguro habrá alegrado las arcas de algún amigo del munícipe o del partido correspondientes, afeando además un paisaje de belleza ascética y medieval.
La democracia no ha conseguido, al menos todavía, que los españoles dejemos de pensar en los Reyes Magos, en que las soluciones vengan de arriba, que caigamos en que nuestro porvenir depende solamente de nosotros. Ahora se ha hecho corriente la crítica a los políticos, a los partidos, y no seré yo quien diga que no está archijustificada, pero resulta estéril e hipócrita si no va seguida de una reflexión elemental: los políticos son así porque nosotros les permitimos serlo, porque hacen con sus poderes lo mismo que nosotros hacemos con los nuestros, ir a lo suyo, evitar la competencia de otros, mentir a nuestro favor, hacer como que hacemos, y un sinfín de corruptelas similares.
¿Es que nuestros grandes empresarios son mejores? ¿Es que nuestras universidades les mojan la oreja a las americanas y a las inglesas a un tiempo? ¿Es que nuestra tecnología es siempre la más avanzada del mundo? ¿Es que nuestros periódicos son los más objetivos y decentes que se pueda imaginar? ¿Es que nuestras instituciones, empezando por la Justicia, se baten bravamente por su independencia y su responsabilidad? Tenemos derecho a soñar, pero lo primero sería que nos fuésemos sacudiendo esa pereza moral, la rutina que nos lleva a repetir una y otra vez las mismas quejas; de esta manera estaremos legitimados para exigir algo distinto, y, sobre todo, seríamos capaces de imponerlo. Es imposible una España mejor sin que cada uno se esfuerce por sacar de si lo mejor de sí mismo, sin dejar de pactar con lo que es cutre e ilógico en el ámbito de cada cual, porque la mediocridad pública resulta inevitablemente de una suma simple de fracasos.