De la genialidad al bodrio

Hace unos días discutía con unos amigos, izquierdistas ellos, sobre lo que estimaban mi falta de patriotismo (así están las cosas) por no ensalzar adecuadamente la última película de Almodóvar, o la cosa feminista y ternurista de Amenabar a costa de Hipatia. Me defendí como pude, porque aunque escribí un libro sobre el asunto, hace años (en el 2002), me parece que estos amigos eran menos patriotas entonces que ahora.

Les dije que una cosa era ser patriota, y otra fanático, y que me temía que cayésemos en el error de suponer que el que hace una obra estimable, incluso genial, vaya a estar siempre a la misma altura. Viene esto a cuento porque ayer asistí con gran incomodidad a lo que me pareció un bodrio mediano de uno de los directores de cine a los que más admiro. Me refiero a Shutter Island, de Martin Scorsese. Mi admiración por Scorsese es lo suficientemente grande como para haber soportado esta aburrida y pretenciosa película con la sospecha de si no seré yo un tonto de baba incapaz de comprender las sublimidades del genio. Si me hubiese aburrido menos de lo que me aburrí, volvería a verla para decidir con más fundamento, pero dado que empiezo a pensar que me quedan menos días de los que quisiera, me abstendré y seguiré pensando que al maestro le ha salido un borrón. Tampoco sería el primero, por cierto, porque me parece que la genialidad de Uno de los nuestros, de Casino o de La edad de la inocencia, no aparece para nada en la película sobre Howard Hughes o en Gangsters de Nueva York. En esto de las artes, y en especial en cine, no hay nadie que sea siempre perfecto, ni siquiera John Ford, Billy Wilder o Clint Eastwood.

Quizá sea imposible hacer nada realmente bueno sobre la locura; los antecedentes de naufragio con estas temáticas son muy ilustres, aunque siempre han tenido buena acogida popular, como seguramente pasará con esta historia engañosa y sin nervio. Scorsese ya se perdió con las escenas oníricas de su Aviador, otra vez con Di Caprio por medio, pero tampoco me gustaron la famosa Alguien voló sobre el nido del cuco, ni siquiera Shock Corridor, que ha sido de lo más honesto que se ha hecho sobre el asunto, a mi modesto entender, y con la que la película de Scorsese tiene varias deudas, y algún homenaje obvio. Tal quien mejor se haya defendido sobre la locura sea Kubrick, con La naranja mecánica y con El resplandor, pero, insisto, a Scorsese no le ha salido muy allá, aunque, no quepa dudar de que, en general, haga un cine espléndido.

El genio y la mala uva

A propósito de la muerte de Salinger, pero también con motivo de la película de Clint Eastwood sobre Mandela, se ha podido leer estos días comentarios que dan por hecho, entre otras necedades, que el genio es incompatible con la bondad, más o menos. Así a Clint se le reprocha que el retrato mandeliano sea demasiado edulcorado, como si la biografía del líder africano no diese para elogios, o la película se viniese abajo por no ver a Mandela en cualquier postura indigna. En el caso del escritor se repite que su creatividad solo puede entenderse a partir de una infancia atormentada. En fin, supongo que todos los que escribimos más de una carta al trimestre producimos bobadas de tamaño similar, pero siempre me recuerdan al conferenciante que al decir a su público aquello de que “los hombre geniales crean las frases brillantes y los mediocres las repiten”, vio como un asistente decía en voz alta: “La Rochefoucauld”.

La película de Clint Eastwood, Invictus, es tan perfecta como pueda serlo cualquiera que lo sea. Claro que para verlo claro, conviene tener algunas nociones sobre qué es el cine, y bien pudiera ocurrir que gente estragada de ver arte y ensayo, como se decía antes, no sea capaz de distinguir una buena película de, por ejemplo, una esquela, y tome el santo por la peana. Además hay mucha gente que se cree que lo de emocionar es fácil, y así nos va.

Sobre Salinger se insiste en que El guardián en el centeno es algo así como literatura juvenil, lo que es un error equivalente a tomar a Velázquez por enano. La novela de Salinger es un portento de humor y de misericordia hacia el tipo de bobadas que casi todo el mundo ha hecho en la adolescencia, pero no tiene nada de juvenil. Yo la leí ya lejos de los años mozos, y quizá eso me permita distinguir el retrato de la intención. Salinger era un tipo raro, pero ¡anda que no hay tipos raros que no han escrito una línea que merezca la pena!