Debilidad frente al delito

La sentencia por el caso de Marta del Castillo ha vuelto a producir escándalo, hasta el punto que el Gobierno ha anunciado que habrá que modificar la ley para impedir que se vuelva a dar este tipo de casos, una suerte de impunidad amparada por la ley que va mucho más allá de lo razonable en aras de un garantismo que se acaba por convertir en indeseable aliado procesal de determinados delincuentes. Acierta el Gobierno, y se equivocará si demorare excesivamente una reforma a todas luces necesaria.
Sea por un exceso de protección a la minoría de edad, sea por un rigorismo formal que está fuera de lugar, y acaba en caricatura, el caso es que abundan los casos en que los jueces se ven en la necesidad de dictar sentencias que incluso ellos pueden considerar objetivamente inadecuadas.  Hemos de revisar, pues, lo que ya es una peculiar tradición de legislación que parece más hecha para que sus autores se hayan podido sentir henchidos de satisfacción por la grandeza de miras de sus ideales, que para hacer justicia y dar consuelo a las víctimas de unos delitos, que, tal vez, menudean más de lo razonable al rebufo de un garantismo blandengue e injustificable. Cierto es que no se puede legislar al calor de la indignación popular, pero es evidente que han sido muy numerosos los casos en que inspirarse para reformar el sistema procesal, penal y penitenciario. No puede ser que la habilidad de unos abogados, que saben manejar muy bien los recursos de una ley ingenua, injusta con las víctimas, e increíblemente favorable a la impunidad de los criminales,  acabe por convertir en verosímil lo que es completamente increíble, por ejemplo, que el asesinato de Marta se haya podido realizar en solitario, o que se interprete que no quepa condenar una conducta que supone objetivamente vejar, envilecer y humillar a los familiares directos de la víctima, aduciendo que la intención del criminal no ha sido esa, sino la de evitar ser descubierto… y condenado.
No se trata solo de los delitos cometidos por menores o contra menores, aunque hayan sido estos los casos que han alcanzado una mayor repercusión, por la impunidad que han consagrado, tanto si se ha debido a deficiencias de la investigación de la policía, como a las triquiñuelas legales que permite el sistema procesal. Muchos españoles se preguntan a día de hoy, por ejemplo, si es lógico mantener una policía incapaz de encontrar un cadáver ocultado entre cuatro mozalbetes, o si los jueces no pueden hacer más de lo que han hecho. 
Habría que reducir la edad penal, visto que no supone mayor inconveniente para cometer crímenes horribles. Es necesario que la cárcel consista en algo más que unos pocos años de asueto pagado por todos, y hace falta que, al alcanzar la mayoría de edad, los menores cumplan en una cárcel común. Tampoco parece muy razonable que se borren los antecedentes penales de estos sujetos, y es obvio que hay que adoptar medidas de control cuando se encuentren en libertad vigilada.
Nuestra legislación produce en ocasiones una lamentable impresión de detestar el castigo, de estar dirigida únicamente a proteger la suposición de inocencia de personajes que se ciscan en nuestros excesos de buena conciencia. También da la sensación de que nos olvidamos de la víctimas y de sus familias, que se quedan en un auténtico desamparo y sin ninguna ayuda psicológica frente a la brutalidad criminal de que han sido objeto. No son pocas las cosas que hay que revisar y hay que ponerse a ello de inmediato. 

La malignidad de las tarifas

No quisiera aburrir a nadie con problemas meramente personales, de manera que, aunque vaya a contar mi caso, espero que el asunto tenga interés para cualquier usuario de teléfonos móviles. Me he dado de alta en Vodafone a través de una portabilidad y, cuando hice las gestiones, pregunté con claridad si la tarifa que me estaban proponiendo, y que no me parecía mal, admitía el uso de tarjetas con el mismo número para incorporar, por ejemplo, en un teléfono instalado en el coche, que es el servicio que yo tenía. Me informaron de que no había ninguna dificultad y que, únicamente, debería ir a una tienda oficial Vodafone para que me diesen la correspondiente tarjeta SIM. Hoy he ido a realizar la gestión y me encuentro con que la cosa es sencillamente imposible. He tratado de averiguar las razones y me han contado que hay una incompatibilidad entre cualquiera de las tarifas planas y ese tipo de servicios; he protestado de la mala información previa y me han dicho que “verdes las han segado”. He tratado de ver si había alguna solución distinta a la que yo creía tan simple, puesto que la tenía en Movistar, y entonces se ha producido el aquelarre, porque me han intentado explicar una casi infinita variedad de tarifas absolutamente incomprensibles, incluso para los que las hayan ideado, en mi opinión.
¿Es posible que una persona acostumbrada a lidiar con algunos textos difíciles, perdonen la inmodestia, se vea convertido en un completo inútil a la hora de entender las diferencias entre unas y otras tarifas, algo que debería ser simple y claro como un vaso de agua clara? Tengo casi la completa certeza de que los comerciales tampoco las entienden, pero no tengo la prueba definitiva. Lo que conjeturo es que el carácter jeroglífico de las tarifas es un procedimiento para acostumbrar al cliente a tragar con cualquier factura. Lo que me indigna es tener la certeza de que no hay manera alguna de librarse de esta clase de trampas, si es que, como creo, lo son, porque no me irán a decir que vayamos a la justicia, o a uno de esos mecanismos e instituciones de queja y supuesto control, a cualquiera de esos entes orgánicos que tiran de palacete y que no sirven absolutamente para nada. Nos quejamos, con justicia, de los políticos, pero creo que en las alturas de muchas estas compañías se refugian algunas de las figuras más sádicas e inmorales que se pueda imaginar. Es claro que lo uno y lo otro guardan una admirable armonía.