Lo que Bono nos enseña

Entre quienes no comparten las ideas de la izquierda es muy normal pensar que su fundamento resida en la envidia, en la pasión por la igualdad. Me parece que, a día de hoy, en la base de la mentalidad izquierdista, la envidia ha sido sustituida por otra pasión, a saber, la autocomplacencia, el regodeo en la propia excelsitud. Todo buen izquierdista está encantado de conocerse.
Piénsese en el caso Bono, por ejemplo, un líder muy característico de la izquierda. Pedirle a Bono que fuese envidioso sería realmente notable. ¿Qué va a envidiar quien todo lo tiene? Bono es un político de éxito, un admirable y discreto gestor de su patrimonio que ha conseguido amasar una fortuna sin renunciar a sus inquietudes sociales. Provisto de un singular tino para las buenas relaciones y los negocios familiares, ha conseguido una posición económica envidiable, mientras brilla con luz propia en un partido que, al menos nominalmente, es obrerista, es decir, escasamente aficionado a las hípicas, los Cayennes, o las monterías. Por asombroso que parezca, los votantes y militantes del PSOE que, por lo general, seguirán sintiendo cierto recelo frente a los propietarios de dúplex y áticos en zonas de lujo playero, encuentran en Bono un modelo, lo que también abona la idea de que, en la izquierda, de haber envidia, es una planta trepadora. Pero ni Bono tiene nada que envidiar, ni si la envidia fuese el motor oculto del socialismo podría entenderse su ascendente izquierdista. Bono está, en cambio, encantado de ser quién es, de saber ser todo para todos, y esa satisfacción suya se refleja en el entusiasmo de sus votantes, unos tipos listos a los que él no deja de alabar por su sabiduría al haberle preferido.
Ahora bien, la autocomplacencia es siempre una forma de ceguera. Seducidos por su maravilloso recetario, algunos izquierdistas no suelen caer en la cuenta de detalles que puedan afear sus teorías. Volvamos a Bono, por ejemplo; apenas cabe duda de la excelencia de su pensamiento político, una síntesis creativa que acoge cuanto haya de bueno por la izquierda, la derecha o el centro. Nada le es ajeno al pensamiento de Bono. Otra cosa fuere que nos fijásemos en su conducta, al menos en lo que no aparece a primera vista; entonces el panorama tal vez no resultase tan halagüeño, porque, más allá de triquiñuelas y montajes, la pregunta esencial debiera ser si se puede tener por normal que un personaje dedicado por entero y desde siempre a la vida política haya podido amasar una fortuna como la del simpático manchego.
¿Cómo es posible que un político pueda enriquecerse de manera tan obvia sin que salten las alarmas sociales? La clave está en una de las características más singulares de nuestra cultura política. Nuestra vieja tradición nos ha enseñado a venerar las palabras, y a subestimar los cálculos, que siempre nos parecen algo mezquinos. Nuestra cultura barroca se extasía con el tipo de razones que se caricaturizan en el Quijote, con esa mezcla garbancera de refranes y locuciones pretenciosas en las que Bono es un auténtico maestro. En este clima intelectual, se tiende a creer que lo único importante son las ideas, y que de los hechos no merece la pena ocuparse. Si a eso se añade el que reservemos a los jueces el dictamen sobre la honestidad de los políticos, es normal que nos cueste sospechar de alguien que se haya enriquecido de manera tan obvia, sin trampa aparente, y al que nunca van a molestar los jueces y fiscales, tan entretenidos como están en otros menesteres. El caso es que, aunque tendamos a sospechar de cualquier riqueza, sospecharemos menos de quien esté revestido de una responsabilidad institucional tan alta. Seguro que muchos españoles han podido pensar “hay que ver que tío tan listo”, al enterarse de las proezas económicas de Bono, y algunos habrán podido ver envidia, precisamente, en quienes se han asombrado de la extraordinaria habilidad de Bono para ir tejiendo una fortunilla.

Creer a pie juntillas en la indiscutible excelencia de quienes profesan nuestras mismas ideas, incapacita para cualquier sospecha sobre la moralidad de la conducta de un líder de ideario tan explícito como Bono. Quienes no distingan entre el ideario y la ética, ni entre la ética y la legalidad, jamás comprenderán que su entusiasmo sirve de muro tras el que se pueden ocultar los mayores escarnios a la decencia y a la democracia. El dogmatismo ideológico y la mentalidad de partido impiden ver cómo puede haber acciones que sean, a la vez, jurídicamente pulcras, o al menos pasables, y asquerosamente corruptas. Sin embargo, sería muy fácil reparar en que los ladrones siempre se escudarían, si pudiesen, tras la capa de un Obispo, la espada de un general, o las ideas de un demagogo. Bien está el respeto a la presunción de inocencia, pero sería excesivo seguir creyendo que los niños vienen de París.

[Publicado en La Gaceta]

Bono, o de la hipocresía

¿Es normal que un personaje dedicado por entero y desde siempre a la vida política haya amasado la fortuna que se le adivina al presidente del Congreso? Por lo que se ve, sí. Resulta normal, porque en España las mentiras circulan en carroza, y con gran aplauso de amplios sectores del respetable público. Hay una especie de mentira honrada, de la que vive mucha gente, y algunos muy bien, como Bono. Nuestra vieja sabiduría de pueblo corrido, pero fingidamente ingenuo, nos enseña que lo importante son las ideas, y que de tejas abajo cada cual se las arregle como pueda. En este aspecto, Bono es ejemplar, casi único. Es lo más que se puede ser, una síntesis de todo: hijo de falangista y antifranquista, socialista y católico, populista y exquisito, cristiano de base y millonario, patriota y hombre de partido, persona risueña e indulgente, pero amigo de Garzón y de la justicia universal. Ha sabido conducir inteligentemente su vida; ha maridado con mujer bella y emprendedora, capaz de embolsarse, según se ha dicho, 800.000 euros al año con unas tiendas de abalorios, lo que la coloca, desde el punto de vista empresarial, muy cerca del milagro de los panes y los peces, cosa que gustará, sin duda a su marido. Bono ha desarrollado una política matrimonial para su estirpe digna de la de los Reyes Católicos, emparentando a los suyos con lo más de lo más, con carne de couché. A ratos libres, se ha hecho con una hípica en Toledo, es decir ha logrado el sueño que todos los buenos padres de familia tienen con sus vástagos: que si quisieren caballear puedan hacerlo en la hípica de papá, sin riesgos ni temores.

Malnacidos, calumniadores y otras especies de envidiosos, recelan de tanta fortuna y se malician que haya gato encerrado. ¡Qué enorme error! Sólo los muy tontos se mercan trajes de favor en sastrerías mediocres. Todo lo que ha hecho Bono es seguramente legal, más que legal, admirable. ¿Es que se puede reprochar a un líder político que tome decisiones que generen gratitudes eternas? ¿Es que acaso se va a establecer la prohibición de tomar medidas que beneficien al Bien Común, con mayúsculas, como lo pondría Bono, por el hecho, meramente casual, de que puedan lucrarse algunos de los amigos de quien las tome? No señor, lo primero es lo primero, gobernar para el pueblo, sin preocuparse del qué dirán, que tampoco es para tanto.

Estas razones están muy claras en la cabeza y el corazón de quienes veneran al manchego. Sus votantes saben bien que en Bono han tenido a un gobernante que ha mantenido a raya a los especuladores; que bajo su mandato solo se han recalificado terrenos que fuese imperioso poner en el mercado, por su calidad, o por su urgencia, siempre con motivo. Pueden seguir estando tranquilos porque jamás podrá sospecharse, y menos aún probarse, que la mano de Bono haya movido torcidamente raya alguna que trasmutase en oro terrenos que fuesen un erial, que haya convertido de modo interesado y parcial pedrizales estériles en fuentes inagotables de riqueza urbanística. Poco importa que en estas operaciones se hayan dejado unos euros de más por diversos recovecos, o que los españoles de a píe paguen el metro del pisito suburbano a precio de Manhattan. Contentos están ellos con que el urbanismo esté en manos progresistas, y con que los especuladores no hayan podido hacer su agosto a costa del sudor de su frente.

Lo que ocurre en este país de envidiosos es que la gente tiene ganas de manchar con calumnias la límpida ejecutoria de un político ejemplar, de alguien que persiguió de manera implacable a los traficantes del lino, a su antecesor en Defensa, a cuantos han desafiado su rigurosa ética civil.

Bono es un ejemplo moral, es la mejor parábola sobre las virtudes de la democracia, sobre su limpieza, sobre su trasparencia, sobre su incorruptibilidad. Toca ahora a los electores valorar cuanto se ha dicho, y tal vez se siga diciendo, sobre las indudables habilidades patrimoniales y gerenciales de un político que, como todo el mundo sabe, se ha dedicado exclusivamente a los demás, al servicio público.

Algunos pensarán que la justicia debiera intervenir en el asunto, tan extendida está entre nosotros la confusión entre la política y la ley, la judicialización del debate social. No habrá tal, apenas una pena de papel, porque la justicia emana del pueblo, dice la Constitución, y el pueblo ya ha hablado elocuentemente al ungir a Bono con sus votos.

Pese a tan espesas razones, el enriquecimiento de Bono es repulsivo, impensable en una democracia exigente y rigurosa. El canciller Kohl vive modestamente en un pisito, mientras Bono no sabe en cuál de sus mansiones pasará el próximo fin de semana. Hay que aprender a distinguir la ética de la legalidad, a juzgar independientemente de lo que tuvieren que decir los jueces, porque muchos de los atentados más graves al interés general se llevan a cabo con extrema pulcritud jurídica, aunque con no menor hipocresía.

[Publicado en El Confidencial]