Bono, o de la hipocresía

¿Es normal que un personaje dedicado por entero y desde siempre a la vida política haya amasado la fortuna que se le adivina al presidente del Congreso? Por lo que se ve, sí. Resulta normal, porque en España las mentiras circulan en carroza, y con gran aplauso de amplios sectores del respetable público. Hay una especie de mentira honrada, de la que vive mucha gente, y algunos muy bien, como Bono. Nuestra vieja sabiduría de pueblo corrido, pero fingidamente ingenuo, nos enseña que lo importante son las ideas, y que de tejas abajo cada cual se las arregle como pueda. En este aspecto, Bono es ejemplar, casi único. Es lo más que se puede ser, una síntesis de todo: hijo de falangista y antifranquista, socialista y católico, populista y exquisito, cristiano de base y millonario, patriota y hombre de partido, persona risueña e indulgente, pero amigo de Garzón y de la justicia universal. Ha sabido conducir inteligentemente su vida; ha maridado con mujer bella y emprendedora, capaz de embolsarse, según se ha dicho, 800.000 euros al año con unas tiendas de abalorios, lo que la coloca, desde el punto de vista empresarial, muy cerca del milagro de los panes y los peces, cosa que gustará, sin duda a su marido. Bono ha desarrollado una política matrimonial para su estirpe digna de la de los Reyes Católicos, emparentando a los suyos con lo más de lo más, con carne de couché. A ratos libres, se ha hecho con una hípica en Toledo, es decir ha logrado el sueño que todos los buenos padres de familia tienen con sus vástagos: que si quisieren caballear puedan hacerlo en la hípica de papá, sin riesgos ni temores.

Malnacidos, calumniadores y otras especies de envidiosos, recelan de tanta fortuna y se malician que haya gato encerrado. ¡Qué enorme error! Sólo los muy tontos se mercan trajes de favor en sastrerías mediocres. Todo lo que ha hecho Bono es seguramente legal, más que legal, admirable. ¿Es que se puede reprochar a un líder político que tome decisiones que generen gratitudes eternas? ¿Es que acaso se va a establecer la prohibición de tomar medidas que beneficien al Bien Común, con mayúsculas, como lo pondría Bono, por el hecho, meramente casual, de que puedan lucrarse algunos de los amigos de quien las tome? No señor, lo primero es lo primero, gobernar para el pueblo, sin preocuparse del qué dirán, que tampoco es para tanto.

Estas razones están muy claras en la cabeza y el corazón de quienes veneran al manchego. Sus votantes saben bien que en Bono han tenido a un gobernante que ha mantenido a raya a los especuladores; que bajo su mandato solo se han recalificado terrenos que fuese imperioso poner en el mercado, por su calidad, o por su urgencia, siempre con motivo. Pueden seguir estando tranquilos porque jamás podrá sospecharse, y menos aún probarse, que la mano de Bono haya movido torcidamente raya alguna que trasmutase en oro terrenos que fuesen un erial, que haya convertido de modo interesado y parcial pedrizales estériles en fuentes inagotables de riqueza urbanística. Poco importa que en estas operaciones se hayan dejado unos euros de más por diversos recovecos, o que los españoles de a píe paguen el metro del pisito suburbano a precio de Manhattan. Contentos están ellos con que el urbanismo esté en manos progresistas, y con que los especuladores no hayan podido hacer su agosto a costa del sudor de su frente.

Lo que ocurre en este país de envidiosos es que la gente tiene ganas de manchar con calumnias la límpida ejecutoria de un político ejemplar, de alguien que persiguió de manera implacable a los traficantes del lino, a su antecesor en Defensa, a cuantos han desafiado su rigurosa ética civil.

Bono es un ejemplo moral, es la mejor parábola sobre las virtudes de la democracia, sobre su limpieza, sobre su trasparencia, sobre su incorruptibilidad. Toca ahora a los electores valorar cuanto se ha dicho, y tal vez se siga diciendo, sobre las indudables habilidades patrimoniales y gerenciales de un político que, como todo el mundo sabe, se ha dedicado exclusivamente a los demás, al servicio público.

Algunos pensarán que la justicia debiera intervenir en el asunto, tan extendida está entre nosotros la confusión entre la política y la ley, la judicialización del debate social. No habrá tal, apenas una pena de papel, porque la justicia emana del pueblo, dice la Constitución, y el pueblo ya ha hablado elocuentemente al ungir a Bono con sus votos.

Pese a tan espesas razones, el enriquecimiento de Bono es repulsivo, impensable en una democracia exigente y rigurosa. El canciller Kohl vive modestamente en un pisito, mientras Bono no sabe en cuál de sus mansiones pasará el próximo fin de semana. Hay que aprender a distinguir la ética de la legalidad, a juzgar independientemente de lo que tuvieren que decir los jueces, porque muchos de los atentados más graves al interés general se llevan a cabo con extrema pulcritud jurídica, aunque con no menor hipocresía.

[Publicado en El Confidencial]

Los partidos y la democracia

Si en lugar de ser un partido político, Unión Mallorquina fuese cualquier otro tipo de entidad, nadie dudaría, hoy por hoy, de la conveniencia de disolverla, dado el volumen de los delitos y escándalos de corrupción en que se ha visto envuelta. Pero es un partido, y eso tiene, entre nosotros, la etiqueta de intocable. Apreciamos la democracia por sus ideales, pero padecemos sus defectos. El abismo entre unos y otros se debe a los partidos, unas organizaciones opacas, y ajenas a cualquier clase de control.

Las carencias de los partidos no tienen arreglo legal, se trata de algo más grave y más profundo, de una serie de lacras de la cultura política dominante, que se nutre de una tradición autoritaria.

Más allá de las definiciones constitucionales, los partidos españoles son organizaciones dedicadas al reparto de poder e influencias que parecen funcionar, únicamente, cuando todos los miembros de un cierto nivel consolidan sus posiciones e intereses procurando que nada se mueva sin su control. En su vida interna no hay nada específico de las democracias. Son formaciones que priman la mansedumbre, la disciplina, el dogmatismo, la fidelidad, la rutina… podríamos seguir hasta cansarnos, de modo que llegan a subvertir, casi por completo, su función legítima. Los partidos están anulando las instituciones.

La democracia española, como si se sintiese maldecida por la voluntad de Franco, quiso evitar a todo trance lo que se llamó la “sopa de letras”, la infinidad incontrolable de organizaciones, y la ingobernabilidad… y apostó por el orden y la estabilidad. Al hacerlo no tuvo presente que existen otra clase de defectos, no menos graves, frente a los que nuestro sistema parece impotente.

Los partidos se sienten por encima del bien y del mal y, en consecuencia, han acrecentado su poder más allá de cualquier lógica. Las instituciones son un mero escenario en el que se representa el argumento que han decidido las respectivas cúpulas partidarias, de manera que, salvo para dar cargos, están de sobra. No habrá en ellas, por tanto, control del Gobierno sino, si acaso, confrontación entre dos líderes, cuando existan.

El poder judicial, las universidades, las cajas de ahorro, los medios de comunicación, y un sinfín de cosas más, están controladas por los partidos, sin que su presencia tenga el menor fundamento legal. Lo que ocurre es que los partidos se han convertido en complejísimas empresas de fingimiento, en organizaciones dedicadas a la simulación y a la mentira.

En lugar de servir a una sociedad democrática, los partidos se han apropiado de ella y, en consecuencia, la democracia no funciona ni siquiera medianamente bien. ¿Es normal, por ejemplo, que con la situación económica que padecemos, el Parlamento sea una balsa de aceite en la que los diputados proceden a adjudicarse privilegios sin el menor pudor? ¿Es normal que tengamos un gobierno tan insustancial y pusilánime? ¿Es admisible que la oposición no tenga otra preocupación que su ritual de aspavientos a la espera de las previsiones sucesorias?

Como subrayó Robert Dahl, la democracia consiste en poliarquía, y nuestros partidos son monárquicos, algunos, incluso, monarquías hereditarias en las que el líder saliente invista al entrante con su gracia para que nadie se inmute, y todo siga como es debido.

No hay nada en el ordenamiento jurídico que impida que los partidos sean lo que debieran ser, pero ni la participación ni las opiniones ajenas les suelen interesar nada a los que en ellos mandan; les basta con sus sondeadores, y con el ritual y la carnaza con electores cuya fidelidad perruna se fomenta con un maniqueísmo vomitivo.

No hablamos de teorías, es la realidad inmediata y dolorosa. Que ZP no tenga alternativa creciente en el seno de su partido puede llegar a ser un auténtico drama nacional, visto lo que está haciendo en el gobierno, y nuestra aceleración hacia el despeñadero. Que el PP siga siendo un partido sin sustancia ni atributos, oportunista y ausente ante la profundidad y el alcance de la crisis es, además de intolerable, realmente insólito. En Génova se afanan en urdir disculpas para posponer el Congreso del partido, porque temen que, dado el atronador descontento, ahora no se podría celebrar con papeletas en la boca, una decisión tan aberrante como justificar que un gobierno aplazase las elecciones previstas por temor a perderlas. Mal, pues, en el Gobierno sometido a una especie de autócrata, y en la oposición controlada por un quietista.

¿Tiene arreglo todo esto? Sí, pero sin arbitrismos, imponiendo en los partidos la cultura competitiva y libre sin la que las democracias se convierten en una caricatura, en partitocracias autoritarias. Necesitamos más patriotismo, fomentar una ética política que sancione el abuso de poder y enseñe a preferir el interés común por encima de lo propio, algo que no abunda en los partidos y, menos aún, en los nacionalistas.

[Publicado en El Confidencial]